miércoles, 29 de diciembre de 2021

#ProsaEspontánea #relato #misterio

El espejo vacío

por: Liz Solórzano


Las cortinas de blanca gasa bordada temblaban ante las embestidas del inclemente viento frío. La tela serpenteaba en amplias olas, insuflando bocanadas de aire a la habitación oscura. Entre las sombras se distinguía el cuerpo de un hombre sobre la alfombra. A su lado, un creciente hilillo de sangre marcaba sin piedad un camino bermellón. Al fondo, la chimenea antes encendida menguaba las brasas, para dejar paso a diminutas partículas de ceniza volando inocentes a merced del viento. En el sofá de terciopelo y con una copa de bourbon en la mano, Diego Kauffman evitaba a toda costa que la única lágrima que le quedaba, quizás por la eternidad, saliera de su ojo claro y melancólico. Sin embargo, la pequeña gota salada rodó por su pálida mejilla hasta caer en la copa. 
El Barón se bebió el vino de un sorbo. Era un monstruo de la noche sin posibilidad de redención, lo sabía muy bien.
Echó la copa a la chimenea y se levantó para tocar la campanilla de servicio. El mayordomo apareció casi en el acto. No pareció sorprendido por la escena.

— Encárgate de todo, por favor —pidió el Barón sin ninguna inflexión en la voz—. Voy a salir. Volveré por la mañana y dormiré todo el día. En el sótano está todo preparado, espero.
— Todo, señor —respondió el sirviente con naturalidad—. Por cierto, no sé cómo lo tomará, pero...el chofer me ha dicho que escuchó en la plaza un rumor...ella se ha marchado del pueblo. La han visto en la estación de tren esta mañana. Sola.

El Barón se detuvo un momento antes de salir del salón. Si el rumor era cierto, ella había cumplido su promesa. 
—Me voy—anunció al mayordomo.

Diego volvió a casa bordeando el amanecer. Se apresuró a cambiarse de ropa y bajar al sótano. Justo antes del primer canto del gallo, cerró sobre sí mismo la tapa del ataúd que de tantos rayos de sol le había salvado.

— Qué curioso —murmuró esa misma noche, cuando se alistaba para salir nuevamente —. Mientras duermo, no sueño absolutamente nada. Será que los vampiros hemos renunciado al derecho humano de desear cosas bonitas. Pero vaya, ni siquiera pesadillas tengo. Será que mi vida, si le puedo llamar así, ya es una de ellas...
— Señor —irrumpió el mayordomo con una carta entre las manos—. Ha llegado esto para usted.

El Barón abrió la misiva y su semblante, antes inexpresivo, se tornó desencajado y melancólico. 

— ¿Alguna indicación, señor? —preguntó el mayordomo.

— Dile al chofer que cargue suficiente combustible. Vamos a la ciudad. Ella ha roto su promesa demasiado pronto.

Dos horas después, el Barón Kauffman estaba a la puerta de una casa victoriana, la que conocía de palmo a palmo, al igual que a su propietaria. El corazón le batió fuerte. Tocó el timbre.
En el umbral de la puerta apareció Madeleine. Llevaba su rojo cabello suelto y una bata de satén azul. Fumaba nerviosamente. Hizo pasar al invitado. Sirvió dos copas de whisky, atizó el fuego de la chimenea.
Diego se sentó en el sofá y bebió hasta el fondo. El corazón se le tranquilizó un poco.

— Pensé que no vendrías. Agradezco que no haya sido así —dijo ella mientras se sentaba también en el sofá y rellenaba las copas de whisky—. ¿Esto no acabará jamás?
— Te lo advertí hace cientos de años, y te lo repito ahora, Madeleine: Nunca podremos amar a otras personas. Estamos condenados a querernos el uno al otro por toda la eternidad. ¿Cuántas veces hemos intentado dejarlo? ¿Quince, veinte? Siempre terminamos asesinando a los prospectos del otro. Es algo inherente a nosotros. No nos podemos imaginar estar interesados en otras personas.
— ¿Le has matado?
— Anoche, luego de que te dejara en casa. Lo único que tenía de bueno era su sangre. 

Ambos soltaron una siniestra carcajada que no llegaba a ser divertida, más bien era una mezcla de risas y lágrimas.

— ¿De qué te quejas? Igual lo hubieras mordido y dejado en algún callejón —advirtió el Barón, mientras encendía un cigarrillo.

Madeleine se quedó en silencio. Sus ojos se entristecieron. Diego se sorprendió.

— No me dirás ahora que te estabas enamorando de él.
— Era tierno y caballeroso, y me amaba.
— ¿Amor? ¿Puede acaso un monstruo de la noche hablar de amor? ¿Tenemos derecho a ello después de matar como lo hacemos? 

Sonó el timbre. Madeleine abrió la puerta. Un mensajero con un enorme ramo de rosas entró al salón. Dejó las flores, mientras los ojos de Diego cambiaban a un tono púrpura. Tomó por la espalda al hombre y le hincó los colmillos en el cuello, sin ninguna consideración. Madeleine se quedó mirando inexpresiva, pero luego también participó. Mordió la muñeca izquierda de la víctima y succionó toda la sangre que pudo, antes de sentir el último aliento de aquel cuerpo.

Los vampiros cargaron el cadáver hasta la cocina, en donde había un antiguo horno para pan y lo echaron allí. Madeleine lo encendió. Ambos se quedaron frente al fuego, oyendo crujir los huesos y chirriar la carne del desafortunado. 

— Es la ventaja de vivir en casas antiguas —dijo ella, quitándose la bata llena de sangre y echándola a la hoguera—. Viendo esas brasas recordé la vez que por poco me queman por bruja. 
— Te habrían puesto en una tumba sin nombre en algún cementerio para renegados.
— Pero tú me salvaste. Mordiste el cuello de los inquisidores y me sacaste de allí. Uno solo se preocupa por lo que ama. Lo demás es basura.

Un largo silencio.

— ¿Me amas, Diego? ¿Tanto como desde aquella noche de 1756? Tú mismo lo dijiste mientras yo moría y me transformaba. Dijiste: "Te quiero para la eternidad, hermosa gitana".
— Debo irme. 

El Barón pasó al cuarto de baño, se lavó el rostro, se acicaló la ropa. 

— Desde 1690 no me he visto en un espejo. No puedo saber cómo soy. Eso sí se los envidio a los mortales. ¿Cómo haces para pintarte los labios, querida?

Diego besó en la frente a Madeleine. Eran las tres de la madrugada.

— Al menos he cenado algo —dijo él con sorna—. Es horrible dormir con hambre. Ya es muy tarde, no me dará tiempo de ir a otros sitios. Me voy a casa, hermosa gitana. Sólo una duda...si habías jurado irte para siempre, ¿por qué me pediste que viniera?

Madeleine atizó la chimenea. Se giró lentamente hasta quedar frente a Diego. Le miró con los ojos húmedos. 

— Porque el amor también necesita valor para terminarse de una vez y para siempre —dijo con un nudo en la garganta.

Acto seguido, encajó con fuerza el atizador en el pecho de Diego. Él intentó sacarlo, pero ella lo hincó aún más, mientras lloraba a cántaros. Sus último llanto, el que había guardado tantos siglos para ser derramado. La última traza humana de su alma se evaporaba junto con la sangre del Barón.

Lo llevó luego al horno. Las llamas se avivaron con el cuerpo del vampiro.

El cabello rojo de Madeleine brillaba con los reflejos de las brasas ardientes. Esperó el amanecer ahí, de pie, observando los cuerpos reducirse a negras cenizas. Apagó el horno, bajó al sótano, entró a su ataúd y deseó soñar algo bonito, sin saber si se le concedería.

FIN




domingo, 12 de septiembre de 2021

#ProsaEspontánea #cuento #suspenso

El precio del alma

Liz Solórzano


Llovía a cántaros cuando los de la funeraria llegaron por Don Manuel. Amelia, el ama de llaves y fiel cuidadora del finado, abrió la puerta de la sala. El hombre yacía sobre el sillón, boca arriba, con un rictus de amargura en el pálido rostro. Los de la funeraria se santiguaron, y llevaron el cuerpo hacia la vagoneta. 

En el camino, la lluvia arreció. 

- ¿Es cierto lo que se dice del viejo, Anselmo? -preguntó el empleado más inexperto.

- Que viene de una familia maldita, eso lo creo -respondió con firmeza el hombre-. Todos han muerto solos. Mi abuelo nos contaba que el bisabuelo de éste, iba un día por la sierra, cuando se le apareció un hombre vestido de negro y con un maletín en las manos. Le ofreció la mayor fortuna a cambio de las almas de todos los descendientes. El viejo aceptó, y fue entonces que todos sus nietos y nietas fallecieron sin más. Los hijos se fueron muriendo también, y solo quedó Don Manuel, el menor de ellos, para cargar con el peso de la maldición. 

- Entonces, ¿se terminó? -cuestionó ingenuo el chico.

Un rayo cayó sobre un gran pirul. El tronco impidió el paso de la carroza, haciéndola virar como un trompo barranca abajo. Los empleados salieron disparados hacia la corriente del río, y desaparecieron entre ramas y oleadas. El féretro se deslizó hacia la orilla fangosa, quedando abierto. 

Tras varias horas sin recibir la llamada de la funeraria, Amalia se dispuso a investigar qué había sucedido. En el camino ya iban patrullas y bomberos. La lluvia había cedido paso a la profunda oscuridad del bosque. Los rayos blancos de luz de las linternas atravesaban la espesura de los pinos y pirules. 

Amalia esperaba al borde del acantilado, con las manos entrecruzadas sosteniendo un rosario, balbuceando rezos sin parar. El comandante de policía le salió al encuentro entonces, diciendo que el cuerpo de Don Manuel no estaba en el féretro.

La mujer, envuelta con un rebozo de lana, se tambaleó. Había llegado el día tan temido. El de la venganza contra el diablo.

Una patrulla la llevó a casa. El eco de sus pasos se escuchó por aquella solitaria casona victoriana llena de sombras y recuerdos. Encendió la chimenea. Mientras los pedazos de madera seca tronaban, la memoria de la mujer viajó viente años atrás, justo al día en que ella había llegado a trabajar con los Montero, recomendada por una tía. 

Recordó cómo le había impresionado tanta opulencia. Vajillas de plata, viajes al extranjero, autos de lujo, fiestas ostentosas hasta la madrugada. Los seis hijos Montero eran conocidos en el pueblo como "los ricos". 

Pero, de un momento a otro, de un año a otro, cada uno de ellos fue cayendo en raras enfermedades, delirios, locura. En veinte años habían enterrado a cinco. 

Cuando quedó solo, luego de perder a su esposa e hijo en un accidente de auto, Don Manuel se aficionó a lecturas sobre magia y ocultismo, conjuros y hechizos medievales. Viajaba constantemente a cualquier país del mundo con tal de conseguir antiquísimos ejemplares considerados como malditos. Hizo de la biblioteca un sitio de culto oscuro. Los anaqueles eran portadores de recetas mágicas y rituales paganos. A todo eso, una espeluznante colección de figuras satánicas rodeaba el enorme escritorio de ébano en donde Don Manuel pasaba días enteros, leyendo bajo la lupa aquellos tomos amarillentos y con olor a humedad.

Apenas hacía pausa para sus necesidades básicas. Comer, ir al baño, fumar su pipa, y de inmediato, volver a la obsesión que le consumía la vida poco a poco.

Los gallos del granero hicieron su acostumbrado alboroto vespertino. Amalia se había quedado dormida en el sofá. Se levantó de un tirón, también por los toques en la aldaba de la puerta.

Era el comandante Martínez, para comunicarle que habían encontrado los cuerpos de los empleados de la funeraria, pero el de Don Manuel continuaba en extravío. La mujer palideció. En sus adentros, le resultaba casi imposible creer que la hipótesis de su patrón podía estar sucediendo.

El policía notó la preocupación en el rostro de Amalia. Ella lo invitó a pasar. Sirvió café. Entonces rompió la promesa que había hecho a Don Manuel años atrás. Decidió contar lo que sabía. 

El comandante la escuchaba casi atónito. En toda su carrera, no se había encontrado con tales argumentos.

- Entonces, Amalia, ¿usted piensa que en verdad Don Manuel halló en sus libros la forma de vencer a la muerte para vengarse del diablo? -cuestionó el policía, aún sin creer en sus propias palabras.

- Don Manuel hizo un conjuro poderosísimo en el que invocó al maligno. Fue una noche de tormenta, igual a la de ayer -empezó a narrar la mujer-. Aquella noche, vine a traer la cena para el patrón. El no había comido nada en todo el día. Estuvo encerrado en este despacho a piedra y lodo. Le dejé la charola sobre el escritorio y, sin siquiera mirarme, me pidió que dejara la puerta entreabierta. Me mandó a dormir, pero a mí me extrañó su actitud, así que me quedé en el recibidor, limpiando la plata, haciendo tiempo por si él necesitaba algo. Y así fue. Poco después de la medianoche, escuché un alarido que me erizó la piel. Cuando entré al despacho, una nube de humo negro y pestilente a azufre, envolvía a Don Manuel y luego salía por la ventana. El patrón quedó desvanecido encima del escritorio. Le di una copa de whisky para reanimarlo. Cuando estuvo más calmado, me confesó que el conjuro antiguo que había hecho, había funcionado. Como te veo ahora, dijo, se apareció Satanás. 

Don Manuel lo retó. Le propuso vencer a la muerte para no tener que ofrendarle su alma a cambio de que eliminara la maldición de la familia Montero. El diablo echó una carcajada siniestra, pero aceptó la apuesta.

Entonces, Don Manuel puso en práctica lo que había leído que debía hacer. Al darle la mano al diablo para sellar el pacto, rasguñó aquella torcida mano con un abrecartas que llevaba debajo del puño de la camisa. El diablo pareció no darse cuenta, y se esfumó. Ese fue el instante en el que yo entré.

Recuerdo perfectamente haber visto el abrecartas manchado de sangre, y la sonrisa del patrón. Limpió con la lengua el filo de la hoja y tragó aquel líquido maldito. Enseguida se convulsionó, y cayó muerto. Sobre el escritorio había una carta dirigida a mí. Me explicaba que la única forma de volver de la muerte, era bebiendo la sangre del diablo.

Amalia sacó la carta de entre sus ropas y la entregó al policía, quien la escuchaba sin salir de su asombro.

- Usted puede pensar lo que guste de lo que le acabo de contar, comandante -dijo ella, sentándose frente a la chimenea-, pero Don Manuel volverá. Lo sé.

- Agradezco su confianza -advirtió el comandante, al tiempo de levantarse y encaminar a la puerta-. No tengo cierto que su testimonio pueda ser usado, usted se imagina, por la naturaleza paranormal que conlleva, pero conservaré la carta de igual modo. Estaremos en contacto. 

El comandante salió al patio seguido por Amalia. Fue entonces cuando todos los argumentos lógicos se vinieron abajo. Ahí, de pie junto a los geranios del jardín, estaba Don Manuel Montero. Se le notaba lozano y feliz. Amalia y el policía se quedaron de una pieza observándolo, en silencio.

Don Manuel caminó hacia ellos sin ninguna dificultad. Sacó su pipa del bolsillo y la encendió. 

- Supongo que ya le habrán puesto al corriente sobre mi asunto -dijo sin pudor al policía-. Pues bien, le aseguro que no está usted loco, ni soñando, comandante. Estoy vivo. Más que ayer y que nunca. Le he ganado la apuesta al diablo. He recuperado mi alma y roto la maldición de la familia Montero. En cuanto a su informe, hágame favor de indicar que sufrí un caso de catalepsia. Solo eso. Ahora, si me disculpa, necesito una ducha y un café. Que tenga buen día.

Ante el asombro del policía y la discreta sonrisa de Amalia, Don Manuel entró a su casa silbando una vieja canción.

FIN


lunes, 12 de abril de 2021

#ProsaEspontánea #relato #terror #misterio

La sangre del diablo

Por: lixysol

El viajero cargaba un maletín de cuero y un abrigo. La estación de tren estaba casi desierta luego del último descenso del día. La bruma comenzaba a alfombrar el andén. 

—Buenas tardes—saludó cortésmente al encargado, quien ya cerraba la oficina—. ¿Sabe si puedo conseguir un transporte? Necesito llegar a la abadía...

—No lo creo, señor— dijo, echando el cerrojo con fuerza—. Los cocheros no trabajan de tarde. Y menos, van hacia allá...es un camino oscuro.

El encargado caminó hacia una vieja carreta estacionada al lado de la oficina. Subió sin reparo.

—Y usted, ¿podría llevarme? —preguntó el viajero, mostrando varios billetes—. Por favor.

El hombre dudó un segundo, e hizo una seña de aprobación. El otro subió a la carreta de un salto.

—Le agradezco mucho. Soy Luis Ferrada. Vengo del Museo Nacional para una investigación. 

—¿En la abadía? —cuestionó el hombre con curiosidad—. Pero si esos monjes han estado aislados del pueblo por años. Todo desde...

Un tramo empedrado hizo repiquetear las maderas de la carreta. Ese breve silencio puso en alerta al investigador.

—Desde...¿Qué?

—Desde que se comenzaron a morir los monjes— dijo con recelo el hombre—. Así nomás, sin motivos. Uno a uno. Dicen que no es una orden religiosa, sino una secta, y adoran al diablo cada Samhain. Hacen un aquelarre y le ofrendan a alguien, para que les siga dando cosas.

—¿Qué tipo de cosas?—inquirió el viajero con cierto escepticismo.

—Placeres—respondió el hombre sin pausa—. Oro, mujeres, vino...¿Cómo se explica usted que hayan sobrevivido en ese aislamiento sin salir a mendicar, ni oficiar misas, ni pedir dádivas a los ricos? Un primo mío fue su jardinero por un tiempo, y me contó que es el sitio más lujoso que haya visto jamás. Un verdadero palacio, con espejos y muebles dorados. El lo vio a través de los ventanales, que siempre están cerrados. Fue un descuido. Entonces el prior lo amenazó con quitarle sus tierras si decía algo. Mi primo salió de allí corriendo antes de que le lanzaran alguna maldición. 

Luis escuchaba al hombre con atención. Le costaba creer en aquellas aventuras, pero, en el fondo, sintió una sugestión extraña. 

Minutos después, la carreta se detuvo.

—Hasta aquí llego, señor—dijo el hombre, extendiendo la mano—. Vaya por ese sendero, y a unos diez minutos, verá la abadía. 

—¿Podría volver por mí mañana?— preguntó Luis, al otorgar el pago convenido.

—Tengo un viaje a la ciudad para cuestiones de la estación y no volveré hasta el viernes. Tendrá que pedir posada por dos noches en la abadía o volver a pie. Según sé, los monjes no tienen carretas...

—Está bien—asintió el viajero—. Lo veré el viernes. Gracias.

Luis tomó su equipaje, se puso el abrigo y caminó por el sendero indicado. Tal y como lo dijo el hombre, la abadía apareció recortada sobre una colina. Un caminillo de piedra le llevó hasta el viejo portón. La aldaba gótica en forma de dragón hizo eco en la noche. Tras un silencio, la cerradura se abrió. Un monje anciano dio las buenas noches.

—Buenas noches, Padre. Soy Luis Ferrada, del Museo Nacional. Recibimos una carta de su prior para venir por unas antigüedades en donación.

El religioso dudó por un momento. Luego pareció entender la situación.

—Claro, pase. Usted disculpe, mi memoria ya no es la mejor. 

El portón se cerró de golpe a espaldas de Luis. Ante él, un patio grande y oscuro. Se vislumbraban pasillos rodeados de pinos y abetos. El fraile lo guió bajo la mortecina luz de una antorcha hasta una celda pequeña y austera. 

—El Padre Prior ordenó que le brindara la celda de viajeros —dijo el monje, encendiendo una lamparilla de aceite—. Hay sábanas y mantas en ese armario. El desayuno se sirve a las siete en punto. Que pase buena noche.

El anciano abandonó la celda en un instante. Luis no tuvo tiempo ni de agradecerle. Subió la luminosidad de la lámpara, colgó su abrigo y se recostó en el duro colchón. El cansancio le venció hasta la hora en que una campana anunció el desayuno.

Se lavó la cara en la bandeja de Talavera, se cambió de ropa y fue hacia el refectorio. Los monjes servían cuencos de leche y hogazas de pan con queso en total silencio. Luis comió un poco incómodo, pero los alimentos le dieron energía y tranquilidad. Al final, el Prior le llamó a su despacho. 

De un viejo mueble de roble, salieron varias antigüedades magníficas. Libros, candelabros, crucifijos. El Prior pidió máxima discreción, ya que se trataba de objetos heredados de anteriores órdenes, pero, dijo, querían que el mundo los admirara en un museo. Luis se puso de inmediato a catalogar. Pensó que, después de todo, le vendría bien quedarse dos días para terminar. El Prior se disculpó. Dijo tener algunos pendientes, y salió del despacho con paso rápido. 

—Todos tienen prisa por ir a algún sitio—murmuró Luis con ironía.

Las horas pasaron sin sentir. Un fraile le llevó vino y sopa al mediodía. De ahí, el investigador volvió a su celda alrededor de las ocho. Los pasillos del convento estaban desiertos, desprovistos hasta del mínimo ruido. De repente, un rezo lejano llamó su atención. Sonaba como un mantra, repitiéndose una y otra vez. Su curiosidad pudo más que el cansancio. Intentó seguir el sonido entre los pasillos, hasta llegar a un ala apartada del edificio. Parecía una iglesia en ruinas. 

Totalmente intrigado, Luis continuó buscando. Al otro lado de aquel casco derruido, una barda de enredaderas escondía la mansión más impresionante que pudiera imaginar. Tras los ventanales de cristal, se apreciaba una gran fiesta de máscaras. Baile, vino, risas...

¿Estaré soñando?, se preguntó Luis. A su mente vino la conversación con el encargado de la estación de tren. ¿Y si la historia de su primo era cierta? No. Era una locura. Seguramente aquella barda dividía el convento de otra propiedad. Serían entonces los vecinos celebrando alguna cosa. 

Suspiró. Un poco más tranquilo, volvió a su celda y cayó rendido. 

El día siguiente no fue distinto. Desayuno, catalogar, almuerzo, catalogar, volver a la celda, escuchar los rezos, llegar a la mansión, ver otro baile. Aquello parecía un bucle de tiempo, o acaso estaría perdiendo la cordura.

El jueves tuvo el mismo itinerario. Esta vez se proveyó con la vieja cámara fotográfica con la que estaba realizando el catálogo. Le quedaban dos cartuchos útiles, así que no podía desperdiciarlos. 

—Muy bien, invento del siglo, necesito de tus cualidades— le dijo al objeto—. Será mejor que, al revelar, me muestres algo interesante.

Escondido en las enredaderas, tomó dos fotografías. La luz del flash quemado se camufló entre los rayos de la luna. 

Ya en su celda, empacó todo perfectamente, con la intención de salir volando de allí por la mañana. El señor de la estación lo recogería a las siete, por lo que se iría mentiras todos desayunaban. Y hasta nunca. Ese sitio le daba ya escalofríos.

Al doblar en el pasillo, el Prior le salió al encuentro.

—No me diga que se marcha ya, señor Ferrada— dijo el religioso con cierta molestia.

—El transporte vendrá por mí en breve y debo aprovecharlo, Padre —se exculpó—. Volveré pronto, cuando el Museo autorice su generosa donación. 

—Es una lástima —advirtió el monje—. Pensaba que hoy podía mostrarle el objeto más antiguo y valioso que deseamos donar al museo. Fausto, el encargado de la estación, volverá por usted más tarde. No sé preocupe, le pagaré muy bien.

El nudo en el estómago que había sentido Luis, desapareció para dar paso a la gula de la ambición histórica. Tanto esperaba una oportunidad así para sobresalir en su trabajo y conseguir el puesto de director. Ahí tenía enfrente el camino. Dejó la maleta y siguió al Prior hasta una cámara subterránea, debajo de la sacristía. 

El fraile abrió un viejo armario de madera tallada con grabados paganos. En una cápsula de grueso cristal, yacía suspendido un colgante de oro, relleno con sangre.

—Ahí lo tiene— celebró el religioso—. La única muestra de sangre del diablo que hay en el mundo entero. Fue recolectada por un monje durante el exorcismo de un santo. Dicen que vio a Satán tan claro como me ve usted ahora, y le enterró su crucifijo en una mano. Con un conjuro ancestral, el monje guardó la sangre que chorreaba de las venas del maligno en este dije. Chantajeó al diablo con darle lo que quisiera para devolver la sangre. El monje se convirtió entonces en el hombre más poderoso de su época, hasta que le fue robada la joya. Murió atragantado con su propia saliva, sin razón alguna. El ladrón fue ejecutado por su delito, y desde entonces, este preciado objeto ha pasado de mano en mano... hasta mí. Lo hallé tirado en la entrada del convento, como si una señal me indicara que podía tener todo lo que ansiara. ¿Recuerda usted la mansión? Es mi hogar. Nuestro hogar, diría. Mis hermanos y yo no carecemos de nada allí. Es nuestro premio a tanta pobreza.

—No me dirá que realmente desea donar esto al museo—dijo Luis, sin poder quitar la mirada del objeto.

—Por supuesto que no, querido amigo— el Prior sonrió—. Usted comprenderá que algo tan invaluable no puede, ni debe, cambiar de dueño. Solo que es un poco caprichoso. Me pide sangre nueva cada Samhain en prenda de sus favores. 

Luis intentó escapar, pero una docena de frailes lo cercaron.

-—El señor de la estación vendrá...¡Tengo un testigo! —gritó el investigador, lleno de pánico.

—Seguro que Fausto le contó la historia de su primo el jardinero, ¿No? —dijo el Prior—. Pues el jardinero, era él. Desde entonces nos ayuda a traer la sangre nueva que necesitamos. Usted es el tercer investigador de algún museo del mundo que acude a nuestro llamado. Y, como todos, se sabrá que tuvo un accidente mientras caminaba ebrio por el bosque. Caerá a la cañada, y jamás hallarán un cuerpo. En fin. Es el momento.

La última imagen que tuvo Luis fue la de una horda de monjes echándosele encima. La leyenda de la sangre del diablo había sido salvada de nuevo.

FIN


jueves, 18 de febrero de 2021

#MismoInicioDiferenteFinal #ProsaEspontánea #Relato #Terror

La última cazadora

Por: @Lixysol

Reto: #MismoInicioDiferenteFinal


Odiaba el 14 de febrero. No tenía ni pareja ni amigos, pero ahí estaba, una postal sin remitente del Puente de las Artes. París lucía tan lejano ahora. En el reverso, con letra desconocida, aparecían su nombre, dirección y solo un mensaje: 

"Rendezvous. 30 de febrero".

Se quedó pensativa mientras la ciudad se dormía de a poco. Solo las farolas de algunas calles titilaban bajo la noche espesa. Había temido tanto la llegada de esa noche, precisamente ésa...el ritual de iniciación marcado en el libro de sus ancestros. La luna llena se mostró entre enormes nubarrones. 

"París...aquél París de hace cien años parece tan lejano ahora..."

Una presencia la sobresaltó. 

— Sabía que acudirías a la cita. Nuestra estirpe debe renovarse —dijo una voz grave y conocida—. Todos esperan. Ven.

Linus tomó a Vaneshka de la mano y la llevó a un callejón empedrado. Un portón antiguo se abrió frente a ellos. En un enorme patio de cantera y gruesa vegetación, una decena de personas aguardaban la señal de la nueva reina para transformarse en licántropos.

—Adelante —incitó Linus—. La luna está en pleno. 

Vaneshka avanzó al centro del círculo, cohibida por las miradas inquisidoras de sus compañeros. Tomó el libro sagrado y leyó en un idioma extraño los versos oscuros. La ceremonia estaba iniciada.

En cuestión de minutos, los asistentes se convirtieron en horribles criaturas nocturnas, con ojos fieros y colmillos puntiagudos. A punto estaban de salir a cazar, cuando el proceso de transformación se revirtió hasta reducir a cenizas los cuerpos moribundos. Linus, en su último aliento, preguntó qué había sucedido.

—Investigué hasta hallar la única forma de acabar con esta maldición—dijo Vaneshka, seria y ecuánime—. Leer los versos oscuros al revés. Me alegra tanto que funcionara...

—Tú... aún eres una de nosotros...—murmuró Linus.

—Estoy consciente de ello —advirtió ella—, pero tengo mucho qué hacer. Encontraré a los que queden, no importa dónde, y los destruiré. 

—No...—dijo Linus antes de explotar en cenizas.

Vaneshka echó el fuego el papel de la cita, y prometió volver al Puente de las Artes cada cien años, por si llegaba a sus manos otra invitación.

FIN





sábado, 9 de enero de 2021

#ProsaEspontánea #relato #terror #drama

Un remitente siniestro

@lixysol

Con una taza de café en las manos, salió al balcón para revisar el motivo por el que el perro ladraba con tanta insistencia. Una paloma pinta, seria y ecuánime, estaba posada sobre el barandal. A Clara le llamó la atención el pergamino que llevaba en una de las patitas. Dejó el café, calmó al perro y se acercó a la paloma con mucho sigilo. El ave se dejó quitar el papelito y se anidó en un rincón, entre los macetones. 

Clara desenrolló el mensaje amarillento. Con letra de molde, elegante y precisa, estaba escrito: "Sauces #26-B. 7:30. Entrada por panadería".

Sonó el timbre un par de veces. Clara guardó el papel y abrió la puerta. Sonriente, apareció Rita, su amiga de toda la vida.

—Buenos días, hermosa. Aquí tienes tu vestido. Quedó genial. Anda, pruébatelo.

Casi por inercia, Clara se probó el vestido enlentejuelado. Por un momento había olvidado que esa noche era la inauguración de su exposición fotográfica.

—Es mi mejor creación. Te quedó divino —dijo Rita—. ¿Ocurre algo, querida? Estás en otro mundo.

—No, nada...solo estoy un poco nerviosa por la expo.

—Todo saldrá perfecto, incluyendo lo de Daniel. Apuesto un riñón a que hoy hacen las paces. Hacen tan bonita pareja...su destino es estar juntos.

Clara sintió un vuelco en el estómago. Se quitó el vestido. 

—Oye Rita...Tengo una cita con un galerista muy importante hoy a las 7:30. La exposición se inaugura a las 7, por lo que saldré corriendo a mi reunión. ¿Podrías entretener a Daniel en lo que regreso? Háblale de cine y no habrá problema. Juro que no tardaré más de una hora.

Rita asintió con la cabeza. Entre amigas, habían acordado nunca hacer preguntas al pedirse favores.

Esa noche, justo después de cortar el listón inaugural, Clara se dirigió hacia la calle de Sauces. Al llegar al número 26, se encontró con un salón de belleza. Preguntó a la dueña, una señora mayor, si en aquel sitio habría alguna panadería.

—La hubo —dijo, sin dejar de observar a Clara— pero de eso hace muchos años. Ya existía desde que vivía mi abuela, imagínate. Me encantaban los panes de avena. Luego la cerraron. Hace unos años, les compré el local, y aquí estoy. Pero tú eres joven...¿cómo puedes saber lo de la panadería?

—Mi abuela me contó lo de esos panes de avena, precisamente, y quise venir a buscarlos—dijo Clara, intentando parecer natural—. Perdón, no le molesto más... ¿hay salida a la calle de atrás? Es que ahí dejé el coche.

—Claro, pasa. Ahí está la puerta trasera. Atraviesa el portal de los apartamentos y sal por la reja. 

Clara siguió las instrucciones. Justo antes de la reja, halló el directorio del edificio. En el 26-B figuraba un apellido deslavado, "Torelli".

Miró el reloj del recibidor. Eran 7 y 25. Unas personas salieron del ascensor. Clara aprovechó para entrar y pulsó el botón del segundo piso. El corazón le latía como un tambor de guerra.

Un pasillo largo, estrecho y alfombrado la intimidó. Suspiró hondo y caminó hacia el B. Iba a tocar el timbre, pero la puerta se abrió antes. 

—Pasa —una voz masculina se escuchó desde adentro.

Clara sabía que no podía echarse atrás o, más bien, no quería. Entró al apartamento y cerró la puerta. Se quedó estupefacta. El sitio estaba decorado en art déco. Un fonógrafo tocaba un foxtrot. Sobre las paredes había fotografías en sepia. En el perchero del corredor colgaban abrigos de lana y a cuadros, sombreros de ala y dos bastones de Carey. Un hombre muy alto, vestido con una bata de descanso sobre traje gris, alimentaba a un par de canarios que revoloteaban dentro de una gran jaula blanca de pedestal.

Clara siguió avanzando para llegar al salón. El espejo del pasillo le devolvió una imagen que la dejó sin aliento. Estaba vestida con un traje sastre blanco, muy elegante, mascada sobre la cabeza y collar de perlas.

—Te ves preciosa, Eva —dijo el hombre frente a ella, con semblante amable y pipa humeante entre los labios—. Ven, te serviré una copa.

Clara se sentó en el sofá. Aceptó el vaso de whisky y le dio un buen sorbo. 

—Mientras mi mujer no sospeche lo de la paloma, la seguiré utilizando —advirtió el hombre, sentándose al lado—. Tampoco espero que se entere pronto de este apartamento. Lo alquilé por unos meses, después ya veremos.

—¿Siempre estaremos huyendo? —preguntó Clara, para entrar en el juego—. ¿Palomas y rentas provisionales?

El hombre se mostró incómodo. Bebió el whisky.

—Sabes que no puedo dejarla. Por mi culpa está en esa maldita silla de ruedas. 

—Un accidente...

—Ese camión nos embistió pero yo iba al volante...¡Yo! ¡Eduardo Torelli, el famoso tenor! Ya hace dos años de aquello y me persigue como si hubiera sido ayer. Por fortuna mi agente nunca reveló a la prensa que yo iba conduciendo...¡Pero al ver a Nadia todos los días, el pasado me atormenta!

—Tranquilo. No he venido a discutir. 

El cantante encendió su pipa. Salió al balcón. Se veía más sereno.

—Debo irme —dijo Clara.

—¿No dijiste que tu marido vuelve hasta el lunes?

—Es verdad, pero estoy un poco cansada. Quiero irme a casa. Disculpa...

Eduardo la interceptó en el pasillo. Le tomó el rostro con delicadeza. La miró a los ojos casi con súplica.

—¿Me amas?

Clara se perdió un instante en aquellos ojos tan azules como el mar. 

—Lo sabes.

Eduardo la besó. Clara correspondió sin muchas dudas. Hacía tiempo que nadie la besaba en esa forma. Se apartó lentamente y se despidió. Al salir del edificio, miró hacia la ventana del segundo piso. Las cortinas estaban cerradas y no se veía luz. Siguió hasta el coche y volvió a la galería. Daniel ya estaba impaciente. Ella explicó lo del pretexto y ambos fueron a casa.

—No has dicho palabra en el camino, Clara —advirtió Daniel—. ¿Todo bien? 

—Todo perfecto, es sólo que ha sido un día agotador. Si no te importa, me voy a dormir...

Clara no esperó respuesta. Se metió directo en la cama y apagó la luz. 

La paloma volvió con mensajes todos los jueves. Tras unos meses de aquellas extrañas citas románticas, planeó huir con Eduardo luego de que él defraudara a su mujer todo el dinero de la familia. 

Aquel jueves, Clara tenía dispuesto el equipaje en el coche, papeles, pasaporte, todo. Lo único que debía esperar era el punto de reunión. Sin embargo, la paloma nunca llegó. Pasó toda la mañana en el balcón a pesar del frío otoñal. Daniel llegó a la hora de la comida y la observó de pie, fumando un cigarrillo, en medio del aire helado.

—¿Sabías que hay palomas mensajeras más rápidas que otras?

Clara sintió escalofríos. Dio una gran bocanada de humo, sin voltear.

—Pues eso ha pasado hoy. Tu correo ha llegado al amanecer, justo cuando salí al balcón para sacar al perro. Mi deber ciudadano era haberte despertado y entregarte la misiva, pero, como comprenderás, mi deber marital me lo impidió. De haberlo hecho, ahora estarías abordando un tren hacia quién sabe dónde con tu amante. Pero mira, no soy tan malo. Te leo el mensaje: "Andén 18. 12:45. Salimos de Sauces #26. Te veo 10:30".

Clara apagó la colilla del cigarro. Sin decir nada, intentó entrar al apartamento, pero Daniel la tomó de los hombros.

—Aún llegas. Te llevo.

La pareja subió al coche y fueron al lugar. La dueña del salón de belleza se extrañó en ver a Clara otra vez. 

—Querida, gusto en saludarte de nuevo. ¿Has venido a cortarte el cabello? 

—Hemos venido al 26-B —contestó Daniel en forma cortante y sin permitir hablar a Clara—. ¿Por dónde subimos?

La estilista se quedó extrañada. 

—¿Al B? ¿Es una broma? Ese apartamento ha estado vacío por décadas, desde aquello terrible...

—¿Terrible? ¿Qué ha pasado con Eduardo? —inquirió Clara, angustiada.

—¿Sabe quién vivía ahí? Eduardo Torelli, el famoso cantante de ópera de los años veinte. Tenía un romance con una mujer casada y el marido celoso lo asesinó. Dicen que lo empujó desde el balcón. Mi abuela era muy joven en aquel entonces, y le tocó ver a la policía, y...

Clara se sintió desvanecer, pero Daniel la tomó del brazo y subieron al segundo piso. La puerta del 26-B estaba entreabierta.

Los años veinte llegaron de nuevo. El vestuario, la atmósfera, el fonógrafo. Eduardo servía dos copas de vino. Daniel se le echó encima como un perro rabioso. Comenzaron a pelear hasta salir al balcón, donde Daniel acorraló al cantante contra el barandal. Clara intentaba separarles, pero era imposible. Pensó en buscar ayuda, así que salió del apartamento y bajó al salón de belleza. La dueña la acompañó de regreso para intentar hacer fuerza con los demás vecinos. 

El destino jugó entonces su última carta. Cuando las dos mujeres estuvieron frente al 26-B, la puerta estaba cerrada. Ningún ruido venía del interior. El vecino de enfrente les ayudó a abrir la puerta con varios empujones. Clara esperaba encontrar la peor escena, sin embargo, el apartamento lucía abandonado. No había espejo, ni fonógrafo, ni canarios. Todo estaba derruido por la humedad. Las alfombras carcomidas y las fotografías mohosas. En el balcón no había más que plantas secas. 

La estilista abrazó a Clara para calmarla. Decía cosas sin sentido sobre un tren y palomas mensajeras. Nadie supo nunca lo que en realidad había vivido. Tal vez, ni siquiera ella misma.

FIN