domingo, 23 de junio de 2019

#cuento #cienciaficción

Libre albedrío
Laura despertó de golpe, agitada y febril. Se repuso en unos instantes, mientras intentaba reconocer aquel espacio diáfano. Era la sala de un hospital, y a su alrededor corrían de un lado a otro médicos y enfermeras intentando salvar sus dañados órganos. No se esmeren, dijo, que este cuerpo de noventa años se ha desgastado lo suficiente.

De repente, Laura se encontró formada en una larga fila. Vaya, pensó, es cierto lo que dicen de llegar a las puertas del cielo. Porque espero que sea la fila del cielo, se rió para sus adentros.

Al llegar a la recepción, una amable angelita le dió la bienvenida mientras checaba algo en su ordenador.

—Felicidades —dijo la joven con entusiasmo—. Tiene usted un expediente impecable. Pase por favor a la ventanilla de reencarnaciones. Y que siga usted haciendo el bien en la Tierra.
—Pero yo no deseo volver —objetó Laura—. Yo solo quiero terminar con esto, desaparecer.

Las almas en la fila se miraron con confusión. La edecán se puso algo nerviosa. 

—Nunca me habían pedido una cancelación total —advirtió, sorprendida—. Para casos especiales como el suyo, pase a la dirección general.

Laura caminó por un largo pasillo alfombrado hasta un mostrador de cristal. Un amable querubín le dio un turno de atención. 

Poco después, Laura fue llamada a entrar al despacho principal. Un portón de madera labrada se abrió lentamente para dejar ver una oficina amplia e iluminada. De espaldas, un hombre con cabello cano estaba sentado frente a la chimenea.

—Así que deseas una cancelación total de vida... —enunció con voz clara y firme al tiempo que giraba el sillón de cuero—. Me preguntó por qué, teniendo el expediente más limpio que haya visto. Con tu récord, muchos me pedirían volver con sus seres queridos, o sus alas definitivas para quedarse conmigo en el paraíso...

Laura se acercó al escritorio de caoba. Un olor a incienso inundaba el espacio, casi como un templo zen. 

—Primero dígame si estoy hablando con el jefe a cargo, el que toma las decisiones aquí.
—Que yo sepa, nadie tiene más jerarquía que yo — afirmó el Señor—. Por favor, siéntate. Ahora, responde a mi duda.
—En está vida me esforcé en ser una buena esposa, tía y amiga. Decidí no tener hijos porque mi esposo viajaba mucho y no hubiera podido estar con nosotros. Fui muy feliz con él. Un hombre maravilloso que espero aún viva poco más. Fui buena vecina; ayudé a mis semejantes en lo que pude. Nunca tuve vicios ni traté mal a los animales. Pues bien, todo esto me hace una persona modelo, si usted no piensa lo contrario.
—Para nada. Coincido contigo. Puedes tutearme, por cierto. No me hagas sentir viejo.
—Perfecto. Volviendo a lo mío, ese expediente limpio me da el derecho de pedir lo que deseo para la eternidad. Es lo de menos, ¿No? Y yo pido desaparecer. No quiero otra vida terrenal. Tampoco una celestial. Solo quiero disolverme como humo, no tener consciencia de nada ni de nadie. No quiero quedarme en el cielo para ver sufrir y morir eternamente a mis sobrinos, la única familia que me queda.
—Pero dentro de poco, tu esposo vendrá, y ya no estarás sola.
—Yo ya me despedí de él, le he dicho lo que debía y perdonado lo que me haya hecho alguna vez. Estoy en paz. Ya no deseo verlo más. No comprendes, ¿Verdad? Quiero ser libre de toda atadura con el mundo terrenal.

El Señor se levantó de su butaca y fue hacia la ventana. La aurora brindaba un precioso espectáculo de colores. Se quedó unos minutos en silencio, pensando.

—Tu esposo no fue el amor de tu vida, ¿Cierto? —  tranquilamente—. Si lo hubiera sido, tendrías ganas de verlo de nuevo. Las heridas profundas de amor siempre desembocan en huída. Las personas ya no desean bajar a la Tierra por temor a sufrir por amor. 
—Deberías respetarles ese deseo —advirtió Laura mientras se acercaba a la chimenea—. Hace frío aquí.
—Solo tú lo sientes —explicó el Señor, volviendo a su silla—. Estás en coma. Tu cuerpo pierde calor rápidamente. Por otro lado, no puedo hacer lo que dices. Yo soy el que dirijo el destino de las personas, mi sabiduría me permite elegir lo mejor...
—Una cosa es la sabiduría, y otra, el autoritarismo.
—¿Acaso me equivoqué al elegir a tu esposo? Fue un compañero excelente contigo. 
—¿Quieres decir que el libre albedrío es una falacia? ¿Al final se hace lo que tú dices?

El Señor sirvió dos tazas de café y le dio una a Laura, que temblaba de frío.

—Te están resucitando y necesitas calor.

Laura bebió dos sorbos que le supieron a gloria, literalmente. La temperatura de su cuerpo subió. Aquel aroma de café tostado le trajo a la mente el restaurante en el que había conocido a Walter. Ella, con dieciocho años, iba a ese sitio todos los jueves para acompañar a su tía en sus tardes de amigas. Para no aburrirse, salía al balcón para dibujar paisajes. Walter, el joven camarero alemán que siempre las atendía, se esforzaba por hacer plática en un atropellado español. Con el tiempo, se hicieron amigos y, tiempo después, novios a escondidas. Laura se enamoró perdidamente del extranjero y creyó sus promesas de amor eterno. 

El telón cayó un jueves, cuando Walter no estuvo en el restaurante. El gerente dijo que había regresado a Alemania con su esposa. Desde entonces, el corazón de Laura se había fracturado permanentemente. Nunca más pudo amar en plenitud a nadie, ni a su marido. En el fondo, aquel primer amor le había robado las ganas de querer sin medidas. 

—Dejó dicho lo de la esposa para que no lo siguieras, pero no era verdad—afirmó el Señor—. Te amaba mucho, pero se sentía inferior a ti. Pensó que nunca podría darte la vida que te merecías. En mi defensa diré que habrías atado tu existencia a un hombre inseguro y celoso, que probablemente te hubiera maltratado y humillado para cubrir su carencia emocional. Con el paso del tiempo, tu recuerdo lo hizo sentir tan culpable, que comenzó a beber sin parar. Después, ya maduro, se regeneró y puso un restaurante con tu nombre en Berlín. Nunca se casó o tuvo hijos. En el momento de morir, me pidió perdón por haberte dejado.

Laura sollozaba en silencio mientras escuchaba al Señor. A pesar de todo, nunca había dejado de desear volver a ver a Walter. Lo habría perdonado. Siempre.

—Podría aceptar tu solicitud de cancelación definitiva ahora,  y te convertiría en polvo de estrellas para polinizar otros mundos venideros, pero romperé mis propias reglas. Te diré que en tu siguiente vida, te volverás a encontrar con Walter. Ambos están listos para ello. La decisión es tuya. Te dejaré a solas un minuto. ¿Ves esos dos botones sobre el escritorio? El blanco es para reencarnar. El negro, para desaparecer. 

El Señor salió del despacho mientras encendía su pipa. Laura se limpió las lágrimas, respiró hondo y se dejó llevar por su libre albedrío.

Fin.

martes, 4 de junio de 2019

#Cuento #Suspenso #Drama

El escape de las seis


Mariela cerró el archivero donde guardaba sus documentos de trabajo. Miró por segunda vez el reloj de pared, el cual le dio la esperanza que en breves instantes, la hora de salida sería una realidad. En aquella fría oficina de color verde musgo y muebles pasados de moda, las seis de la tarde marcaron el fin de la jornada. La chica se puso el abrigo, tomó su bolso y se dirigió a la salida del edificio, como otras decenas de oficinistas de rostros parcos e inexpresivos. El lago humano que inundó la salida se disolvió lentamente entre las puertas giratorias, desembocando ansioso en la avenida principal de la ciudad.

La chica caminó tres cuadras, dobló a la izquierda y avanzó dos más. Cruzó la calle, entró a un modesto edificio, subió las escaleras hasta el tercer piso y entró a su apartamento. Dante, el gato amarillo que fungía como acompañante, le recibió apostado despreocupadamente en el sofá del salón. Eran las seis y doce minutos. Sonó el teléfono y la voz de su madre al otro lado del auricular la cuestionaba como siempre sobre cómo había ido el día, con quién había tomado el almuerzo, qué ropa llevaba puesta y si había cruzado palabra con alguien más en la oficina que no fuera Bertha, la secretaria del jefe. A pesar de vivir sola desde hacía tres años, Mariela parecía estar aún demasiado conectada con los conflictos internos y enfermedades imaginarias de su madre, quien no vacilaba en mantenerla en vilo con la incertidumbre de que, con tantas afecciones, no tardaría en morir un día.

Luego de colgar el teléfono, la oficinista dio de comer al gato, sirvió un vaso con leche y fue a su habitación, dispuesta a descansar. En ese momento recordó a Bertha, quien le decía que dormía muy tarde por quedarse a charlar con sus amigos en redes sociales. Mariela nunca la tomaba en serio. Pensaba que aquello era inútil y frívolo o, mejor dicho, su madre era la que lo creía así.

Al día siguiente, Bertha la invitó a almorzar. En el camino al restaurante, la secretaria comentó que se encontrarían con una sorpresa al llegar. Mariela no recordaba la última vez que la habían asombrado.

En el restaurante, la camarera las llevó a la mesa de siempre. Unos segundos después, un hombre apuesto, de unos treinta y tantos años, vestido con un traje costoso y el pelo engominado, apareció frente a ellas. Se presentó como Daniel. Bertha lucía sonrojada y nerviosa. Lo saludó con la mano casi temblorosa y lo invitó a sentarse. Presentó a Mariela y pidió el menú del día para los tres.

— Disculpa, pero serán cuatro —refirió el hombre a la camarera—. Un amigo viene a comer también... ¿te molesta? —cuestionó amablemente a Bertha, quien se limitó a negar con la cabeza—. Está bien, señorita, cuatro menús entonces, y también una botella de vino.

— Yo no bebo —murmuró Mariela—. Pero ustedes…

— Tenemos que festejar que al fin conozco a Bertha luego de dos semanas de conocernos por internet —argumentó Daniel. 

Bertha sonreía mecánicamente, totalmente inhibida ante la seguridad que proyectaba Daniel. Antes que la camarera regresara con los menús, el agregado apareció frente a la mesa.

— Pablo, por fin—dijo Daniel, indicando al visitante el asiento vacío en la mesa—. Te presento a Bertha, y ella es su amiga…

— Mariela —balbuceó la chica un tanto nerviosa, estrechando brevemente su mano entre la del recién llegado—. Mucho gusto.

Pablo vestía un traje oscuro de línea fina y corbata de seda. El cabello rubio perfectamente peinado, la loción exquisita, los ojos claros…todo en él fue como una poesía que dejó perpleja a la tímida chica. La comida transcurrió de forma agradable para unos, incómoda para los otros. Daniel no dejaba de mirar a Mariela y de rozarle la rodilla por debajo de la mesa. Pablo intentaba hacer conversación, pero no podía dejar de observar el escote de Bertha. La secretaria se moría por captar la atención de Daniel, mas su esfuerzo fue infructuoso. Mariela separaba cada vez con menos ganas la pierna derecha para no ser rozada con la de Daniel, pero sin dejar la mirada sobre Pablo.

La camarera sirvió el vino. Daniel propuso un fingido brindis por conocer a Bertha. Las miradas de los comensales se cruzaron de un lado a otro como líneas de luz atravesando el líquido rojizo de las copas.

Cinco minutos antes de las tres, el grupo se despedía frente al edificio de oficinas. Daniel colocó disimuladamente su tarjeta personal en el bolso de la chaqueta que llevaba puesta Mariela al tiempo de darle el beso de despedida en la mejilla. Pablo susurró al oído de Bertha que deseaba verla de nuevo, mientras ella intentaba besar en la boca a Daniel como señal de despedida, pero él se giró un poco para evitar el contacto. Mariela se petrificó al tocar de nuevo la mano de Pablo, limitándose sólo a sonreír.

Bertha no mostró ninguna reacción durante la tarde pero, cuando coincidió con Mariela en el baño de la oficina, no pudo evitar expresar su inconformidad ante la aparente inclinación de Daniel por ella.

— ¿Qué te pareció mi novio? —preguntó sarcásticamente al tiempo de pintarse los labios de color rojo—. ¿No es encantador?

— Claro, pero…no sabía que ya eran novios —contestó Mariela, un tanto sorprendida—. Lo conoces hace muy poco…

— ¿Y eso qué? Somos el uno para el otro. De eso estoy segura. Por cierto, me da gusto que hayas tenido química con Pablo —comentó la secretaria en tono serio—. Quién sabe, tal vez habrá una boda doble dentro de poco.

Mariela rompió en una sincera carcajada, como hacía mucho no mostraba. No solía reír en voz alta, pero aquel comentario le produjo mucha ironía. En el fondo, sabía que nadie como Daniel o Pablo se fijaría en ella.

Poco antes de las seis, Mariela observó el reloj, guardó sus cosas en el archivero, esperó la hora, salió del edificio despidiéndose de Bertha y se fundió entre la ola de oficinistas para luego cruzar las puertas giratorias, caminar tres cuadras sobre la avenida, doblar a la izquierda, avanzar dos más. Cruzó la calle, entró a su edificio, subió las escaleras hasta el tercer piso y encontró a Dante apostado en el sofá del salón. Eran las seis y doce minutos. Sonó el teléfono y la voz de su madre al otro lado del auricular se diluyó en la imagen que tenía grabada con los ojos de Pablo.

En esta ocasión, pensó, tenía algo diferente qué contar a su madre, pero decidió que guardaría el secreto. Por fin había algo interesante en su vida. Se acercó al espejo del salón mientras escuchaba las mismas frases de siempre, soltó su cabellera rizada y sonrió. Casi no se reconocía, pero se sintió renovada. Luego de colgar el teléfono, dio de comer al gato, sirvió un vaso con leche y fue a su habitación, dispuesta a dormir. En ese momento recordó a Bertha, quien le decía que dormía muy tarde por quedarse a charlar con sus amigos en redes sociales. Entonces buscó en el clóset el regalo que se había ganado en la rifa que su jefe realizaba en Navidad. Despojó la caja de los sellos y sacó un flamante portátil rojo. Lo encendió, conectó a internet y se sentó cómodamente en su cama. Creó un perfil en la misma red social en la que estaba inscrita Bertha, buscó a Pablo y envió una solicitud de amistad mientras los nervios casi la traicionaban. Para su sorpresa, minutos después, fue Daniel quien le envió un ofrecimiento de amistad. Pablo nunca contestó. Mariela aceptó la solicitud y observó al hombre sonriendo en la pequeña foto del perfil, con un brillante punto verde al lado. Al primer “Hola”, siguieron horas de risas y coqueteos. El reloj de pared insistía en mostrar lo tarde que era, pero Mariela lo ignoró. Pasadas las dos de la mañana, la charla terminó con la promesa de una cita.

Al día siguiente, Bertha comentó que Daniel no había estado disponible en internet para hablar como siempre lo hacían. Se mostró preocupada ya que tampoco atendía el teléfono móvil y en su oficina decían que estaría fuera todo el día en una reunión de negocios. 

Minutos antes de las seis, Mariela ya estaba lista, con sus cosas guardadas en el archivero, sentada al filo de la silla, nerviosa y emocionada a la vez. Bertha la veía de reojo desde su escritorio. A las seis en punto, la chica salió casi corriendo de la oficina.

Por primera vez, Mariela sintió que el mar de oficinistas era mayor que de costumbre. Los segundos le parecieron días mientras cruzaba el vestíbulo y llegaba a las puertas giratorias. La calle la recibió con una excitación citadina que le pareció grandiosa. Los edificios, los autos, la gente inundando las aceras, todo fluía en perfecta armonía con los latidos crecientes de su corazón. Mientras caminaba las tres cuadras sobre la avenida, se soltó el cabello, roció su cuello con perfume, puso brillo en sus labios. Respiró hondo antes de doblar a la izquierda, ya que tenía miedo que aquél sueño fuera irreal, pero los temores infundados desaparecieron al ver a Daniel recargado en la puerta de su auto rojo, justo donde habían quedado. Él la recibió con una sonrisa y un tímido beso en la mejilla. Subieron al auto sin decir palabra. Eran las seis y doce minutos. En el apartamento de Mariela, la contestadora atendió las llamadas. Dante se quedó dormido en el sofá del salón, sabiendo que la merienda llegaría más tarde.

Sin que Daniel lo sospechara, Pablo había decidido acercarse a Bertha, por lo que en ese instante llegaba a la puerta del edificio de oficinas con un gran ramo de flores. Ella se sorprendió, pero no se negó a recibirlas. Intuyendo que algo iba mal, le pidió al conquistador que la llevara a dar una vuelta en su auto. Él aceptó y recorrieron algunas calles cercanas. Bertha no escuchaba lo que su acompañante le decía; sólo observaba a su alrededor. Fue cuando un semáforo se puso en alto que, a través del cristal de un restaurante italiano, vio a Mariela y Daniel sonriendo animadamente. El semáforo cambió a verde. Pablo avanzó el coche. En un impulso, Bertha giró el volante y apretó el acelerador sobre el pie del conductor. El auto se clavó como una saeta en el muro del restaurante, explotando el ventanal en mil añicos. Decenas de cubiertos, vasos y floreros volaron por todas partes. Pablo quedó inconsciente, con el rostro hundido en la bolsa de aire. Bertha logró salir del coche solo para darse cuenta que no sólo había sido el ventanal lo que estaba roto, sino también una amistad. No pronunció palabra, ni siquiera cuando la policía la apresó mientras observaba a Mariela y Daniel inmóviles sobre el piso.

Un mes después, el reloj de la oficina marcó las seis. Mariela guardó sus cosas en el archivero mientras la imagen del escritorio vacío de Bertha le producía tristeza al saberla en problemas por tener que pagar los daños del accidente. Sin embargo, lo afortunado era que Pablo saldría del hospital en unos días y tenía ánimos para nuevos proyectos, ya sin la idea de conquistar a quien le había hecho tanto daño. 

Mariela fue hacia la salida, caminando lentamente entre las personas. Al cruzar la puerta, vio a Daniel recargado en el auto rojo. Se alegró de ver que estaba mejor de salud. Subieron al coche para dirigirse al apartamento, donde Dante esperaba en el sofá del salón. Eran las seis y doce minutos. El teléfono sonó como siempre. La contestadora atendió la llamada, ya que el abrazo en el que se fundían Mariela y Daniel parecía no terminar.