martes, 24 de enero de 2023

#ProsaEspontánea #relato #misterio

El fuego y el espejo

Por: Liz Solórzano

Sus expectativas se diluyeron como sal en agua cuando estuvo frente a aquellos espantosos cuadros al óleo. Eso se dijo a sí mismo. Sí. Espantosos y deprimentes. Cuerpos desmembrados, almas sobre el fuego, ríos de huesos. El representante del artista era su amigo desde la universidad, solo por eso había asistido a la galería. Bueno, por eso y por el vino que circulaba sin cesar. Al menos podemos ignorar a qué hemos venido, pensó, soltando una carcajada irónica hacia sus adentros.

          - ¡Alejandro! -su amigo le sorprendió con un refill de oporto-. ¿Qué te parece? ¿Te animas a comprarnos algo para tu casa?

              - No esta vez, Gerardo. Me temo que me he bebido hasta el buen gusto. 

          - Por eso me agrada invitarte a mis inauguraciones. Un arquitecto sin pelos en la lengua... ¡Salud!

     Gerardo se alejó sonriendo entre la gente. Las luces blancas de exhibición dieron lugar a un juego de seguidores y destellos rojos, violetas, azules. De un momento a otro, la galería era un antro de música techno, beats interminables y estrobos flasheando la improvisada pista central. Alejando sintió un pánico inmediato, pero manejable. Caminó hacia una esquina, donde aquella aurora boreal multicolor era más tenue. Respiró hondo varias veces, repitiendo el mantra que le ayudaba a sobrellevar la ansiedad. Colores. Casi suelta una risa. Huía de los colores de aquella discoteca y su refugio era recitar la carta de colores de pintura vinílica para interiores. Marfil. Maíz. Palo de rosa. Turquesa claro. Blanco mate. Azul cielo. Amarillo amanecer. Al llegar al color número cincuenta por lo menos, su respiración se normalizó. Bebió el sorbo sobrante de su copa. El siguiente paso era salir de allí y olvidarlo todo.

      Serpenteó con habilidad entre la fauna -así le llamaba a las multitudes- que ya no distinguía personalidades. Todos estaban ebrios, todos iban vestidos como salidos de una película punk de los noventa. 

          La travesía terminó al llegar al guardarropa. El mostrador se sintió como una tabla de salvación para aquel náufrago citadino. Buscó el recibo para pedir su abrigo. 

          - Toma -una voz cálida y presta le acarició sus agobiados oídos-. Se te había caído al suelo.

       El reflejo de los estrobos le permitió apreciar a medias un rostro lánguido e inexpresivo. Tomó el recibo agradeciendo con la cabeza y se lo dio de inmediato a la chica del mostrador. 

          - Su taxi espera, señorita Baumann -dijo la empleada-. Su abrigo. Que tenga buena noche...Y el suyo, señor. Buenas noches.

      Alejandro se puso el abrigo mientras caminaba a la salida, justo detrás de aquella estoica mujer. El frío era intenso. La calle estaba desierta. El reloj de la plaza cercana sonó las dos de la mañana. 

            - ¿Tiene auto? -preguntó la mujer, sin sonreír.

            - Lo he dejado en casa. Vivo cerca. Caminaré.

            - Bajo tres grados, no creo -la mujer se subió al taxi y dejó la puerta abierta.

         Alejandro caviló unos segundos y decidió entrar.

           - ¿Su dirección? -cuestionó ella sin apartar la mirada de la ventanilla.

           - Tres cuadras recto y luego derecha. Edificio antiguo con portón rojo. Muchas gra...

           - Me encantan las puertas rojas. Siempre guardan algo inesperado.

      Ella, al fin, volteó el rostro y le miró de frente. En la oscuridad del coche, Alejandro apreció aquellos grandes ojos oscuros, profundos, arrogantes. El rostro de facciones rectas y tono marmóleo le evocó las esculturas de Canova. Era una mujer que destilaba una especie de tristeza elegante, melancólica y sofisticada.

       - Llegamos -anunció el chofer, dirigiéndose a la mujer-. ¿Me indica la siguiente ubicación?

            - Vivo cerca. Caminaré.

         - Bajo tres grados, no creo -se adelantó a decir Alejandro, al tiempo que pagaba el viaje.

          Ambos bajaron del auto. Alejandro abrió el portón. Ella no le siguió.

           - Le ofrezco más oporto y un bocadillo, si no tiene prisa y entra antes de que se congele allí afuera -dijo él esbozando una leve sonrisa, aún sin saber por qué.

          Ella cerró el portón tras de sí y siguió a Alejandro escaleras arriba por dos niveles. Sus tacones resonaron en aquel caracol de ébano tallado y losetas italianas. Él abrió la puerta del apartamento y dio el paso a la mujer. Un perfume especiado se quedó en el recibidor. Ella se quitó el abrigo y lo colgó del perchero. Miraba a su alrededor con cierta fascinación, aunque se empeñaba en ocultarlo.

            Alejandro también colgó el abrigo, encendió la chimenea. Ella se sentó en el sofá, casi ensimismada.

             - ¿Se encuentra bien? -preguntó él, mientras atizaba el fuego.

            - Viví aquí hace mucho tiempo -contestó ella, casi murmurando.

            - Aquí, ¿dónde?... ¿en este barrio?

            - En este edificio.

             Alejandro se giró extrañado. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

         - No lo tome a mal, pero nunca la había visto, y vivo aquí desde que reabrieron después de la restauración. Este edificio estuvo inhabitado por más de cuarenta años. Lo sé porque yo dirigí esa restauración. Creo que está confundida.

         - ¿Quién poseía esta propiedad antes de todo eso? -preguntó ella, con la mirada clavada en el fuego.

             Alejandro sirvió dos copas de vino y ofreció una a la mujer.

             - Andrés Baumann, un empresario farmacéutico. De hecho, en los planos originales, se marcaba una botica justo en la esquina del edificio. Se decía que Baumann preparaba pócimas y ungüentos con fórmulas dictadas por el demonio. Bueno, imagínese, algunos vecinos aún cuentan que la familia estaba maldita, que era una estirpe de vampiros, y no sé qué. 

           Alejandro rellenó las copas. Apenas atinó a no derramarlo. Se sentía muy ebrio. Nunca se enteró en qué momento se quedó dormido en el sillón. En la mañana, el dolor de cabeza se encargó de traerlo a la realidad. Con cierta pesadez, preparó café. Mientras se reanimaba, le vino a la mente la imagen de la mujer misteriosa. Pensó en volver a la galería y pedir su teléfono en el guardarropa. Cuando se acercó a la mesita del salón para recoger las copas, el corazón le dio un vuelco. Solo había una. Bueno, reflexionó, tal vez ella había lavado la otra antes de irse. Siguió con el plan y volvió a la galería.

               La empleada del guardarropa no encontró ningún dato de la mujer en el cuaderno de registro. Tampoco se había pedido un taxi a su nombre. Alejandro comenzaba a sentirse inquieto. Fue a la oficina de Gerardo para pedirle que le mostrara las fotografías del evento, o, mejor aún, los videos.

               - ¿No le pediste su teléfono? -preguntó extrañado Gerardo-. Vaya, pues. Buscas una aguja en un pajar, amigo. Ella pudo haber venido con cualquier invitado. 

                 - Lo tengo -murmuró Alejandro-. Baumann. Así le nombró la del guardarropa. Señorita Baumann.

           La empleada volvió a buscar en el registro. Ningún taxi para alguien con ese apellido. Alejandro regresó a casa. Tenía todos los archivos sobre la historia del edificio. Alguna conexión habría con los antiguos dueños. Después, el internet hizo su magia. 

                  - María Baumann,  hija de Andrés Baumann...tendrá que ser la bisnieta.

                Alejandro volvió a casa ensimismado. Encendió un cigarrillo y lo fumó mientras sacaba las llaves del bolsillo. Menuda sorpresa se llevó al ver a la mujer misteriosa parada frente a su puerta. Comenzaba a llover. La farola de la calle reflejaba aquel rostro pálido e inexpresivo.

                  - No te pedí tu teléfono, así que decidí esperar aquí -dijo ella, casi esbozando una muy sutil sonrisa.

                  - Bajo la lluvia, no lo creo -Alejandro sonrió al abrir el portón.

                    Ambos subieron al apartamento sin decir palabra. Una extraña tensión se sentía en el aire. Apenas entraron, ella tuvo la iniciativa de encender la chimenea. Se quitó el abrigo. Usaba un vestido negro, sencillo y elegante. El cabello le chorreaba por la espalda. Alejandro le ofreció una toalla. Ella deshizo la coleta que llevaba, dejando caer una espesa melena roja. Se quedó mirando el fuego, pensativa. Sus ojos se rasaron de lágrimas.

            - Siento haberme ido sin avisar la otra noche -dijo en voz baja-. No tengo habilidades sociales, esa es la verdad.

                  - No eres la única, ni te preocupes- aseveró él, al tiempo de preparar la cafetera-. Ya no recuerdo la última vez que me visitó una chica. 

                  - Te entiendo -murmuró ella, sin dejar de mirar el fuego-. Por cierto, soy María. Pero creo que eso ya lo sabías, ¿cierto?

                    - Yo....

                - No creas que pienso que eres un loco o algo así, descuida -ella dejó la toalla mojada en el perchero y se arrellanó en el sofá. Alejandro le dio una taza de café-. La chica del guardarropa, la cual no era la misma de aquella noche y, por tanto, no me conocía, me comentó que preguntaste por mí. Chismes entre empleadas, creo -sonrió levemente-.Voy muy seguido a esa galería, ¿sabes? Me dedico a vender vino para las exposiciones. 

                    - Era muy bueno el oporto, eso y nada más, porque los cuadros....

                    María echó una carcajada. Ella misma pareció extrañarse de esa reacción. 

                   - Deberías sonreír a menudo. Te ves preciosa así -dijo Alejandro, sin pensar. 

            - Seguro te sabes la historia de mi familia y este edificio, ¿no? -ella cambió radicalmente el tema sin mostrar enojo o incomodidad. Su semblante era tranquilo y relajado. Se quitó los tacones.

             - No pensarás que me creo esas historias de ultratumba -bromeó él, un tanto cohibido-. ¿Recetas dictadas por el demonio? ¿En serio crees que tu bisabuelo...?

                    - No era mi bisabuelo -afirmó ella, incorporándose en el sillón-. Era mi padre.

                Alejandro dejó la taza sobre la mesa. Se sentó en el otro sofá. Las rodillas le habían tambaleado. Intentó disimularlo. 

                    - Pensarás que estoy completamente loca, lo sé -afirmó María, colocándose los tacones-. Si no fuera necesario, no te estaría contando esto.

                    Alejandro continuaba en silencio.

                    - La leyenda de la maldición es cierta. Mi padre hizo un pacto con el demonio. Aquellas recetas y remedios eran infalibles. La gente mejoraba de un momento a otro. A cambio de esa fama, el demonio tenía en prenda el alma de mi padre. Pero un día, se hartó de servir al diablo y le exigió vida eterna. El demonio aceptó, pero no como mi padre esperaba. Lanzó un maleficio sobre nuestra familia, condenándonos a vivir como no-muertos por toda la eternidad.

                       - ¿Me estás tratando de decir que eres...?

                     - Sí. Aunque no como nos imaginas, bebiendo sangre para sobrevivir. Eso es una opción, dicen algunos; o una moda extravagante después del libro de Stoker, dicen otros. La realidad es que vivimos como cualquier persona. Fumamos, bebemos, lloramos...pero nunca morimos.

                      - Vampiros...debo reconocer que eres muy imaginativa, pero no es una buena técnica de ligue.

                       - He pasado por esto tantas veces, que no me sorprende- dijo ella sin molestia. Se puso el abrigo y caminó hacia la puerta-. El fuego tiene tus respuestas.

                   María no dio tiempo a nada. Salió del apartamento. Alejandro salió a buscarla, pero no halló a nadie en los pasillos, ni en la escalera, incluso en el portal. Sin embargo, el perfume de su cabello rojo se había quedado en el aire.

                    Alejandro pasó la noche frente a la chimenea, casi hipnotizado ante los maderos crujientes y las brasas encendidas. En el umbral de la madrugada, el fuego se apagó. Al intentar remover las cenizas, el arquitecto alcanzó a ver un ladrillo mal colocado. Usando el atizador como palanca, lo sacó de su sitio. Una cajita plateada y antigua brilló entre el hollín. 

                 Alejandro abrió la caja, y halló un viejo pergamino. Aquel texto de caligrafía elegante le heló la piel.

                    "Mi alma está empeñada con el peor comerciante de la historia, el más ventajoso y vil. De eso ya no queda arrepentirse, puesto que mis glorias he disfrutado, mi fortuna y hacienda quedarán como herencia de mi amada hija María. Mi único temor es que, siendo mayor, se entere de su cruel condición. Notará que, en algún punto de su vida, ya no envejecerá. Verá morir a sus seres queridos, incluyendo a sus amores...

                          "Es en este momento en que, luego de muchos años, me atrevo a pronunciar el nombre de Dios, suplicando que aparte a mi hija de su desventura, pero es demasiado tarde, condenados estamos todos los miembros y descendientes de esta familia.

                        "El pueblo, ese que un día me tuvo por el mejor farmacéutico y salvador de sus vidas, hoy rodean mi casa, gritan obscenidades, traen antorchas...¡Vampiros!...eso vociferan una y otra vez...mi fiel sirviente Andrés se ha llevado a María. Él y su mujer la cuidarán mientras vivan y ella crezca lo suficiente para abrirse paso en su eternidad. Yo, aquí, en la soledad de mi laboratorio, espero mi destino, pero una última carta le he jugado al diablo. Mi último deseo antes de que reclamara mi alma, fue cambiar de apariencia y borrar mi memoria. ¿Para qué? Para que María, en este mar de tiempo en el que navegará, nunca me reconozca y, claro, para que esos energúmenos que a punto están de tirar la puerta, tampoco lo hagan. En cuanto entren aquí, esperando hallar al farmacéutico maldito, hallarán a un paciente que se ha quedado sin su medicamento, y que les convencerá de que el hombre al que buscan, ha huido por el bosque. La turba le creerá, viendo en mí a un tipo joven, y el nombre de Baumann no será pronunciado jamás. Mi cabeza me estalla...los recuerdos se van...solo guardaré este mensaje en la vivienda de Andrés y me iré lejos, a donde ni siquiera yo pueda reconocerme".

                Alejandro se quedó inquieto. Fue al cuarto de baño y se mojó el rostro, intentando olvidar lo que había leído. De pronto, en el espejo, una imagen ajena lo sobresaltó. Era él mismo pero con treinta años más, ataviado con un traje antiguo y una bata blanca. En el bolsillo del pañuelo se leía con letras bordadas: "Baumann".

                Alejandro volvió a mojarse la cara. Al incorporarse, el viejo seguía ahí, pero, a su lado, la figura de María, vestida con un atuendo también antiguo, le miró de frente.

                - Al fin te encontré, padre -afirmó con inexpresividad, mientras Alejandro cruzaba las manos a través del espejo.


                    FIN.







               

 

            

domingo, 30 de octubre de 2022

#ProsaEspontánea #relato #misterio #magia

El poder de las palabras

Por: Liz Solórzano


La mesera dejó el café sobre la mesa. Apenas Karina dio el primer sorbo, una mujer se sentó frente a ella, sin pedir permiso. 

         - ¿Eres la nieta de Susana? - preguntó sin más-. Disculpa, no me he presentado. Me                   llamo Minerva. Soy la nieta de Rosa María. Nuestras abuelas fueron amigas de la                  infancia.

Demasiada información para el primer sorbo de café de aquel domingo gris. Karina se quedó en silencio.

         -  Lo siento, no he querido incomodarte, pero...me costó trabajo hallarte, ¿sabes? -la              mujer de pelo teñido, pestañas postizas y labial rosa hablaba con timidez -. Mi abuela             murió hace un mes y, entre sus cosas estaba esto.

Aquel pequeño libro rojo le pareció conocido a Karina. Alguna vez lo habría visto en casa de su abuela. La curiosidad la hizo poner toda su atención en la desconocida.

          - Es el diario de tu abuela. Creo que deberías leerlo. En la primera página he anotado               mi teléfono. Si te decides, podemos encontrarnos aquí mañana mismo. 

La mujer salió del café sin decir nada más. Karina pagó la cuenta, guardó el libro y volvió a casa con la mente en otro sitio. Pasó toda la tarde leyendo las cuitas de la mujer a la que había visto contadas veces en su infancia. Después, recordó, ni su madre ni ella habían vuelto a aquella casona vieja en las afueras de la ciudad. En el diario se narraba la nostalgia de la abuela Susana por ver a sus descendientes, pero, según ella, había preferido la distancia a contribuir en dañar sus vidas.

23 de abril de 2022.
Mi Karina cumple 32 años hoy. El tiempo se ha agotado. Dios quiera que la maldición de nuestra familia no la alcance jamás. 

Así terminaba el diario. Karina tomó el teléfono. Quedó en verse con la mujer del restaurante al día siguiente.

              - Gracias por venir -dijo Minerva mientras movía el azúcar en el café -. No sé                          cómo empezar...esto es difícil para mí. Como habrás leído, nuestras abuelas eran                    muy buenas amigas, hasta que un hombre apareció en su camino.
              - No menciona de quién se trataba, y parece alguien muy importante como para  
                que hayan dejado de lado su amistad - dijo Karina, un tanto extrañada.
             -  Ese hombre fue tu abuelo -aseveró la mujer-. Mi abuela me lo confesó en su                           agonía. Resulta que Ernesto causó revuelo entre las jovencitas                         
                de aquel pueblo de tan pocos habitantes y nulas diversiones. Él pareció sentirse                      atraído por nuestras abuelas a la vez. Invitaba a una y la otra, las cortejaba por  
                igual. Al final, se  decidió por Susana, y Rosa María no supo manejar la derrota.  
                Ella...creía en fuerzas malignas, ¿comprendes? Ouijas y esas cosas. Hizo un ritual 
                de  maldición hacia Susana, con el cual toda su descendencia tendría mala suerte 
                durante un siglo.

Karina escuchó el extraño relato con cierto escepticismo. 

             - ¿Quieres dinero o algo así? - preguntó - Mejor me voy.
             - Sé que te suena loco, pero, seguro te preguntas todos los días por qué todo te sale                 mal, por qué estás sola, por qué ninguno de tus proyectos prospera. Te entiendo,   
               yo me siento igual. Creo que la maldición no sólo surtió efecto en tu familia, sino 
               en la mía también. Lo que por mal se hace, con el doble de desgracia se paga. 
             - Supongamos por un solo instante que lo que dices sea verdad -dijo Karina, casi  
               creyendo en sus palabras-. ¿Qué propones? 

Minerva bebió de tajo el café.

             -  Mi abuela me dijo que debíamos volver al sitio del ritual para revertirlo, llevando 
             una foto en donde nuestras abuelas aparezcan juntas. Alguna habrá, me dijo, en el 
             desván de la casa, alguna que haya quedado luego de haber destruido todos los 
             álbumes. Ella lo hizo así, presa de la rabia por haber perdido a Ernesto.
           - Oye, no te ofendas, pero no te conozco de nada como para hacer 
             un viaje contigo un pueblo perdido.

El sábado siguiente por la mañana, Karina y Minerva llegaban a la casa de la abuela Susana. Imágenes de la infancia las invadieron como una ola. 

           - El sitio del ritual es allá, al final de esa arboleda - Minerva señaló un punto en la
              lejanía -. Hay un dolmen muy antiguo.
           - ¿Un qué? -preguntó Karina mientras se quitaba los mosquitos de encima.
           - Un dolmen, un conjunto de piedras utilizadas en el pasado como centro de energía                  por las brujas.

Pasaron toda la tarde buscando entre los trebejos del desván, hasta hallar la foto que requerían. El sol se ocultaba cuando, al fin, una vieja imagen apareció ante sus ojos. Sus abuelas habían posado frente al lago, jóvenes y felices, antes de que la maldad se cirniera sobre ellas.

           - No está tan mal este sitio - dijo Karina cuando cenaban algo en el balcón. 
           - Podríamos relajarnos -sugirió Minerva, rellenando los vasos de cerveza-.       
             Mañana es Día de Brujas. En el pueblo siempre hay fiesta. Tal vez no nos venga 
             mal distraernos un rato. Por la noche volvemos para realizar el ritual...
           - ¿Por qué no?

En la plaza del pueblo habían algunos juegos mecánicos, puestos con comida, disfraces, juegos, bebidas. La gente caminaba de un sitio a otro con bolsas de compra, los niños se divertían en la fuente. Karina y Minerva compraron unos helados. Algún chiquillo pasó corriendo y tiró al piso el de Karina. 

            - Lo siento -dijo una voz masculina-. Le compraré otro. Es mi sobrino, ¿sabe? Mi 
              hermana salió de viaje y me encargó que lo trajera a la feria.

El hombre puso el helado de limón en las manos de Karina.

           - Usted no es de por aquí, ¿verdad? No la había visto antes.
           - Estamos pasando unos días de vacaciones -dijo Karina, sintiéndose un tanto 
             cohibida ante la mirada encantadora del hombre -. Gracias por el helado. 
           - De mí sí te acordarás, Gerardo Santana -dijo en voz alta Minerva, para hacerse oír                  entre los gritos infantiles y la música-. Fuimos juntos al bachillerato.

Gerardo miró a Minerva con detenimiento.

           - ¡Claro! Minerva Cervantes. No te reconocí con el cabello rubio. ¿Cómo has estado?
          - Después de la escuela conseguí trabajo en la ciudad, en una florería. No había          
             vuelto hasta ahora. ¿Y tú? ¿Te casaste con Romina?
          - Al día siguiente de terminar la escuela, ¿puedes creerlo? Pero nos hemos     
            divorciado hace unos meses. Oigan, hay una fiesta esta noche en la casa de mi  
            vecino, ha invitado a todo el mundo, así que, ¿qué me dicen? ¿vienen?

Karina y Minerva se animaron a ir a la fiesta. Cuando llegaron, unas treinta personas ya convivían en el jardín. Algunas bailaban, otras se servían bebidas. Hacía calor. Gerardo las recibió con dos cocteles.

             - Me alegra que hayan venido, chicas - les dijo sonriente -. Es costumbre bailar la 
               primera pieza con una invitada, así que....¿me permites? -se dirigió a Karina.

Minerva sostuvo los cocteles y buscó una silla cerca de la piscina. Encontró a algunas amistades del pasado y entabló conversación fácilmente. Gerardo y Karina fueron a la pista de baile, bajo luces de colores y festones de papel con motivos de fantasmas y calabazas.

               - ¿Karina? Perdón por mis modales, no pregunté tu nombre.
               - No te preocupes, suele pasar -dijo ella, estremeciéndose al sentir la mano de 
                Gerardo en su espalda -. Casi había olvidado este pueblo. La última vez que 
                visité a  mi abuela fue como a los ocho años.
                - ¿Qué te ha traído de vuelta?
                - Aún no lo sé.

Al terminar la velada, Gerardo acompañó a las chicas de vuelta. Se despidió de Minerva y, al entrar ella a la casa, en un movimiento sutil y rápido, tomó de la mano a Karina y le dijo algo en voz baja al oído. Luego se fue.

Las palabras de Gerardo revolotearon en la cabeza de Karina. Miró el reloj. Cinco minutos para las dos. Se asomó a la habitación de Minerva. Dormía profundamente. Salió en puntillas de la casa, hacia la entrada de la arboleda. Gerardo fumaba un cigarrillo, recargado en un árbol. Apagó el tabaco y sonrió.

                - Lo que voy a decirte te parecerá loco - dijo en voz baja.
                - Ya me estoy acostumbrando a las locuras, creo -respondió ella-. Dime.
                - Debes tener cuidado de Minerva. Tú te fuiste de aquí hace muchos años, y no te                    imaginas en la clase de persona en la que ella se convirtió.

Karina lo miró con extrañeza.

                - Ella se encaprichó conmigo en la escuela, aún cuando sabía que Romina y yo ya                    nos habíamos comprometido. Hizo toda clase de cosas para intentar que yo la  
                  amara. Pero, eso es imposible. Simplemente, uno ama o no. El día de mi    
                  boda se apareció en la iglesia, al final de la ceremonia. 
                 A punto de subirnos al coche, se acercó a Romina y aparentemente la 
               felicitó, pero no fue así. Le dijo que  nunca habría cosecha en su jardín; eso fue                     una  maldición.  Nosotros nunca entendimos aquellas palabras, hasta 
                que nos convencimos de que Romina nunca podría ser madre. 
Eso la deprimió terriblemente. Hice cuanto pude para ayudarla, pero ella se suicidó hace dos años. 
                 - ¡Dios! Eso es espantoso -exclamó Karina-. ¿Crees que una persona tenga tanto 
                   poder para dañar así a otra?
                   - No es la persona, Karina -afirmó Gerardo-. Son las fuerzas malignas a las que 
                    convoca. 

Karina contó a Gerardo cómo Minerva la había abordado en la cafetería, lo del diario, lo del viaje, lo del ritual. Por un momento sintió que podía confiar en él. 

                  - Debes irte de este pueblo ahora mismo -advirtió-. Lo del ritual podría ser una 
                     trampa.
                  - ¿Y si es la única oportunidad de terminar con mi mala suerte? -preguntó 
                    Karina, casi con aire infantil -. Tú no sabes lo que ha sido mi vida, siempre 
                    fracasando, siempre lamentándome por mis malas decisiones...por eso tomé en 
                    serio lo de la maldición.
                   - Si hubiera una opción para demostrar que Minerva no es más fuerte 
                     que nosotros, ¿la aceptarías?

La noche siguiente, Karina y Minerva caminaban hacia el dolmen. Atrás se habían quedado los niños pidiendo dulces, la algarabía de la Noche de Brujas, la música. En el bosque reinaba el silencio y la oscuridad. En un claro de luna brillaban las antiguas rocas, altas y lisas, cuyas siluetas semejaban centinelas siniestros. Las chicas entraron al círculo pétreo. Minerva puso sobre el césped el diario, una vela encendida y la foto. Tomó de las manos a Karina y pronunció unas extrañas plegarias. El viento pareció cobrar vida. Un remolino de hojas envolvió a las rocas. La foto voló por el aire, quedando suspendida. Karina se soltó rápidamente de las manos, tomó la foto y la partió en dos.
           
                  - ¡Estúpida! - gritó Minerva -. ¡Ahora estaremos malditas para siempre!
                  - ¡Sé lo que querías hacer! - exclamó Karina -. ¡Atarme a ti, no separarme!                             ¡Tengo la magia de mi abuela! ¡Ella era la verdadera bruja! ¡Tu abuela le robó su                  poder, y tú crees haberlo heredado, pobre tonta!

Gerardo salió de entre los árboles. Puso su mano sobre la frente de Minerva.

                  - ¡Yo te despojo de lo que tu antecesora robó para hacer que mi abuelo la 
                     amara!  ¡El amor no puede ser condicionado, ni atado!

Un halo de luz explotó sobre el dolmen. Minerva cayó desmayada al césped. De un instante a otro, el viento se detuvo. Karina miró estupefacta a Gerardo.

                 - Nunca me atreví a usar mis poderes hasta hoy - confesó-. Tenía miedo. Ni 
                     yo creía que la magia en los hombres fuese tan poderosa. Mi abuelo era un 
                    brujo  de los buenos, ¿sabes? Tal vez por eso se enamoró de tu abuela. Tenían 
                    algo en común.
                 - ¿Entonces tú yo somos...?
                 - Oh, no, nada, no te apures -dijo Gerardo, sonriendo-. El abuelo Ernesto se hizo 
                   cargo de mi abuela, que era madre soltera. La cuidó y procuró casi como un  
                   hermano. Tiempo después conoció a tu abuela, quien fue su gran amor. Yo crecí 
                  diciéndole abuelo, aún cuando no lo era. En mi adolescencia me di cuenta que                         podía ver cosas, sentía la vibra de la gente, en fin. Se lo conté a Ernesto y 
                  él me confió lo de sus poderes. Se alegró que pudiera hablarme de ello. Siempre 
                   me animó a ejercer los poderes, pero, como te dije, yo nunca quise...
                 - Hasta hoy.
                 - Lo mismo puedo decir de ti.
                 - Eso creo...
                   - Ernesto decía que nacer en este pueblo te dotaba de poderes incomprensibles. 
                 - ¿O sea que hay más...?
                 - Un pueblo entero, linda.

FIN 










sábado, 15 de octubre de 2022

#ProsaEspontánea #relato #terror

Deseo cumplido

Por: Liz Solórzano

Matías entró a aquél bar, más por no empaparse de la lluvia que caía, que por ganas. Se sentó en la barra, pidió una cerveza. El cantinero le observó con curiosidad; nunca le había visto por allí. Cobró la copa y siguió atendiendo las pocas mesas con gente que a esa hora, ya pasadas las once, había. 

Un hombre que vestía gabardina negra y sombrero de ala entró al bar. Puso una vieja canción en la rockola y se sentó junto a Matías. 

          - Lo mismo, y otra ronda - dijo con firmeza al cantinero.

      - Oh, no, muchas gracias -se apresuró a comentar Matías, saliendo de su           ensimismamiento- ya casi me voy...

         - Por favor, permítame. ¿Un mal día? -preguntó el hombre, mientras repartía los vasos.

          - Algo así -respondió Matías, aceptando la cerveza-. ¿Y usted?

          - Los he tenido mejores. ¡Salud!

Los vasos tintinearon en el aire. El hombre se quitó el sombrero. Una cicatriz le surcaba la mejilla derecha. Matías intentó no parecer intrusivo.

         - Terrible, lo sé -dijo el hombre, terminando la cerveza y pidiendo otra-. Gajes del oficio, ¿sabe?. Un navajazo limpio de alguien con buenos reflejos.

         - ¿Una mujer? ¿Dinero? -Matías no podía ocultar la curiosidad.

         - ¡Ay! Los humanos creen que solo las cosas materiales mueven al mundo -aseveró el hombre, casi para sí mismo-. No, mi amigo, hay cosas más poderosas, como la ambición, por ejemplo. Pero no la ambición por algunas monedas, ¡no!, me refiero a la ambición de poder sobre otros, a poseer la voluntad de alguien, a ser dueño del destino. 

        - ¿No se supone que solo Dios es dueño de nuestro destino? -inquirió Matías, pidiendo otra cerveza.

        - Limitada es su visión, amigo. Usted podría ser amo y señor de su futuro. 

Matías lo miró con incredulidad, casi sonriendo.

        - Si se decide, lo veré pronto -dijo el hombre al tiempo de pagar las copas y dejar sobre la barra una tarjeta de presentación.

Sin mediar palabra, el tipo se puso el sombrero y salió del bar. Había dejado de llover. El cantinero avisó que el local cerraba. Matías tomó la tarjeta y salió a la calle. Hacía frío. Caminó tres cuadras hasta su departamento, analizando la extraña conversación que había tenido esa noche. ¿Mal día?, sí, claro, tal vez el peor viernes desde hacía mucho tiempo. Su novia le había dejado por un compañero de trabajo, su auto se había averiado y el cajero automático se había tragado la tarjeta de crédito. 

Cayó rendido sobre la cama y se quedó dormido con la ropa puesta. La resaca le despertó al día siguiente, exigiéndole dos aspirinas y un café cargado. Al colgar el abrigo en el armario, la tarjeta del hombre misterioso saltó a sus manos. Magnolias #23. Eso era todo. ¿Una dirección? ¿Un antro? Buscó en internet, ese monstruo que todo lo sabe.

Tomó un baño, se arregló, pidió un taxi. Eran las seis de la tarde. 

Un gran portón de madera labrada le dio la bienvenida en aquél barrio elegante. Tocó el timbre. Un hombre mayor vestido de mayordomo le abrió la puerta e indicó el camino hacia una sala de recepciones. Vaya mansión, pensó. El hombre misterioso debe ser un millonario loco...

             - Estimado amigo, me alegra verle de nuevo -afirmó el hombre, ofreciendo asiento y copa de vino al invitado-. Alfredo, eso es todo -se dirigió al mayordomo-. Hasta mañana.

             - Es una gran casa -dijo Matías, un tanto desconcertado-. ¿Herencia?

             - Podría decirse, sí. Pero póngase cómodo. En este salón pasará usted la prueba más importante de su vida. Ahora le dejo. Ahí tiene usted ese espléndido buffet de carnes, vino y quesos. Fuego en la chimenea, libros geniales en el estante. Eso sí, nada de tecnología. No la necesitará.

             - ¿De qué habla? ¡Oiga! ¡Déjeme salir! ¡Está demente!

El hombre cerró con llave la puerta del salón. Matías intentó usar su teléfono, pero la batería se había descargado por completo. Su smartwatch no funcionaba. Ignoraba lo que sucedía. 

Una voz grave le sobresaltó. ¿De dónde había salido ese hombre? Era de edad madura, bien vestido, de apariencia ecuánime. 

             - No desgaste su energía en preguntas inútiles -dijo tranquilamente-. ¿Más vino?

Matías le miraba con reserva. Estaba atrapado, eso sin duda. Decidió seguir el juego, no oponerse y, una vez relajado el ambiente, intentar huir.

             - Cosecha 1945...vaya, nunca había bebido un vino tan caro.

             - Fue un buen año, recuerdo...pero el presente siempre es mejor. ¡Salud!

El hombre bebió la copa entera, y se dirigió a la chimenea. Atizó el fuego.

             - Ella le mintió -afirmó-. No se fue con ese compañero suyo. Tuvo un amorío con él, sí, pero no fue la verdadera razón.

           - Ya lo veo...es usted uno de esos charlatanes que fingen ser videntes. Con esas estafas se habrá usted hecho rico -dijo Matías con cierta sorna.

             - Ella piensa que usted, querido amigo, es una persona mediocre, falto de chispa, de expectativas. No se lo dijo por vergüenza. ¿Cómo iba a unir su vida a un ser tan gris, cuyos negocios nunca prosperan, cuyas cuentas siempre son deudas, cuyos gustos son tan ordinarios? No lo digo yo, Matías. Ella lo pensó así.

Matías le escuchaba con atención pero sin mirarlo. Se acercó a la chimenea. el fuego crepitaba los leños. Echó la copa de vino a medias. Se quedó en silencio, aceptando con coraje cada palabra que aquél extraño le pronunciaba en nombre de Amanda, la mujer a la que había amado durante tres años. Y tenía razón. Aquél tipo, loco o no, tenía razón. No era más que un mediocre oficinista que nada le había ofrecido a Amanda, nada extraordinario, ningún viaje exótico, ni un abrigo costoso, nada de lo que cualquier mujer podía sentirse halagada y feliz. Una lágrima le corrió por la mejilla. El hombre seguía hablando como un mantra, diciendo verdad tras verdad, recordándole su pobre infancia falta de padre, sus inicios como mensajero, sus vicisitudes para terminar una carrera administrativa...

            - ¡Basta! -gritó con fuerza-. Me largo de aquí. 

           - ¿Sin una solución para su vida? -cuestionó el hombre-. Le ofrezco un último brindis, y luego se irá.

            - ¿Qué quiere de mí? -preguntó Matías, ya bordeando en la desesperación.

            - Tu alma.

Matías estuvo a punto de explotar y gritar hasta el cansancio para que le dejaran salir de allí, pero algo lo detuvo. La sola idea de que, por una sola posibilidad, toda aquella locura fuera cierta. Un hecho extraordinario en su vida, algo que le sacara del anonimato. 

            - ¿Qué ofrece? -preguntó mirando a los ojos al hombre.

            - Lo que pida usted. -respondió el hombre, extendiendo una hoja de papel y pluma.

Matías escribió algunas líneas. El hombre guardó el papel en la chaqueta y sonrió.

            - Hecho -dijo por conclusión, y desapareció.

Matías despertó en su cama y con la ropa puesta. Llevaba el abrigo de la otra noche. Metió la mano en el bolsillo, pero la tarjeta no estaba. Miró su teléfono. Era sábado, una de la tarde. La cabeza le dolía.

Salió con prisa hacia el bar. Preguntó al cantinero sobre el hombre misterioso.

            - ¿Lo recuerda? Estuvo ayer aquí sentado junto a mí. Bebimos algunas cervezas, el pagó la cuenta. Tiene una cicatriz en la mejilla.

            - Hace mucho que no le veo -afirmó el cantinero-. Pero creo, amigo, que ese es el último de sus problemas. La grúa va a llevarse su auto.

Matías volteó extrañado hacia el ventanal del bar. Una grúa estaba enganchando un auto de lujo. El cantinero le apresuró con la mirada.

Matías salió corriendo a la calle, aún sin creérselo. El señor de la grúa le pidió que pagara la multa por estacionarse en un lugar prohibido.

            - Con su teléfono puede hacerlo y en este momento suelto su coche - afirmó.

Matías abrió la aplicación de su banco, mientras se reía de él mismo en su mente, ya que no tenía más que un dólar, tal vez. La sonrisa se le borró del rostro. Un saldo estratosférico le hizo casi perder el aliento. Pagó la multa y el hombre le dio el auto. 

Con cierto temor, Matías metió la mano al otro bolsillo del abrigo. Frente a sus ojos brillaron las flamantes llaves de aquél maravilloso auto nuevo. Subió rápidamente. El motor rugió como un león en la jungla. Bajó el capote. Se sentía como un dios.

Fue directamente a casa de Amanda. Ella se asomó por la ventana al escuchar el timbre. Se quedó estupefacta al ver a Matías bajarse de aquél deportivo azul. Él le envió un mensaje, suplicándole que hablaran. Ella bajó a su encuentro.

           - Sé breve, por favor -le pidió sin dejar de mirar el auto.

           - Es mío, sí -dijo Matías, señalando el coche-. Aunque no lo creas. Eso y un futuro sin complicaciones económicas. Eso te ofrezco. Vuelve conmigo, Amanda. Yo te amo.

Amanda dudó un momento, y luego aceptó dar una vuelta en el auto para charlar.

Matías condujo hacia las afueras de la ciudad. Estaba confiado en que no volvería a ser el tipo gris que Amanda había abandonado. Y qué razón tenía. 

La emoción le hizo pisar el acelerador más de la cuenta. El auto volcó en una curva. 

La mañana siguiente, los servicios de emergencia intentaban sacar los dos cadáveres de entre los escombros. Algunos mirones se acercaron al siniestro. Un hombre con abrigo oscuro y cicatriz en el rostro observaba con atención. Sacó un papel de la chaqueta, lo rompió y echó a las cenizas del auto. Se dio media vuelta y caminó hacia la carretera, donde le esperaba una limusina negra. Detrás de él, Matías caminaba sin expresión en el rostro, vestido con un fino traje. Nada más subir, el auto se perdió en la distancia.


FIN

miércoles, 29 de diciembre de 2021

#ProsaEspontánea #relato #misterio

El espejo vacío

por: Liz Solórzano


Las cortinas de blanca gasa bordada temblaban ante las embestidas del inclemente viento frío. La tela serpenteaba en amplias olas, insuflando bocanadas de aire a la habitación oscura. Entre las sombras se distinguía el cuerpo de un hombre sobre la alfombra. A su lado, un creciente hilillo de sangre marcaba sin piedad un camino bermellón. Al fondo, la chimenea antes encendida menguaba las brasas, para dejar paso a diminutas partículas de ceniza volando inocentes a merced del viento. En el sofá de terciopelo y con una copa de bourbon en la mano, Diego Kauffman evitaba a toda costa que la única lágrima que le quedaba, quizás por la eternidad, saliera de su ojo claro y melancólico. Sin embargo, la pequeña gota salada rodó por su pálida mejilla hasta caer en la copa. 
El Barón se bebió el vino de un sorbo. Era un monstruo de la noche sin posibilidad de redención, lo sabía muy bien.
Echó la copa a la chimenea y se levantó para tocar la campanilla de servicio. El mayordomo apareció casi en el acto. No pareció sorprendido por la escena.

— Encárgate de todo, por favor —pidió el Barón sin ninguna inflexión en la voz—. Voy a salir. Volveré por la mañana y dormiré todo el día. En el sótano está todo preparado, espero.
— Todo, señor —respondió el sirviente con naturalidad—. Por cierto, no sé cómo lo tomará, pero...el chofer me ha dicho que escuchó en la plaza un rumor...ella se ha marchado del pueblo. La han visto en la estación de tren esta mañana. Sola.

El Barón se detuvo un momento antes de salir del salón. Si el rumor era cierto, ella había cumplido su promesa. 
—Me voy—anunció al mayordomo.

Diego volvió a casa bordeando el amanecer. Se apresuró a cambiarse de ropa y bajar al sótano. Justo antes del primer canto del gallo, cerró sobre sí mismo la tapa del ataúd que de tantos rayos de sol le había salvado.

— Qué curioso —murmuró esa misma noche, cuando se alistaba para salir nuevamente —. Mientras duermo, no sueño absolutamente nada. Será que los vampiros hemos renunciado al derecho humano de desear cosas bonitas. Pero vaya, ni siquiera pesadillas tengo. Será que mi vida, si le puedo llamar así, ya es una de ellas...
— Señor —irrumpió el mayordomo con una carta entre las manos—. Ha llegado esto para usted.

El Barón abrió la misiva y su semblante, antes inexpresivo, se tornó desencajado y melancólico. 

— ¿Alguna indicación, señor? —preguntó el mayordomo.

— Dile al chofer que cargue suficiente combustible. Vamos a la ciudad. Ella ha roto su promesa demasiado pronto.

Dos horas después, el Barón Kauffman estaba a la puerta de una casa victoriana, la que conocía de palmo a palmo, al igual que a su propietaria. El corazón le batió fuerte. Tocó el timbre.
En el umbral de la puerta apareció Madeleine. Llevaba su rojo cabello suelto y una bata de satén azul. Fumaba nerviosamente. Hizo pasar al invitado. Sirvió dos copas de whisky, atizó el fuego de la chimenea.
Diego se sentó en el sofá y bebió hasta el fondo. El corazón se le tranquilizó un poco.

— Pensé que no vendrías. Agradezco que no haya sido así —dijo ella mientras se sentaba también en el sofá y rellenaba las copas de whisky—. ¿Esto no acabará jamás?
— Te lo advertí hace cientos de años, y te lo repito ahora, Madeleine: Nunca podremos amar a otras personas. Estamos condenados a querernos el uno al otro por toda la eternidad. ¿Cuántas veces hemos intentado dejarlo? ¿Quince, veinte? Siempre terminamos asesinando a los prospectos del otro. Es algo inherente a nosotros. No nos podemos imaginar estar interesados en otras personas.
— ¿Le has matado?
— Anoche, luego de que te dejara en casa. Lo único que tenía de bueno era su sangre. 

Ambos soltaron una siniestra carcajada que no llegaba a ser divertida, más bien era una mezcla de risas y lágrimas.

— ¿De qué te quejas? Igual lo hubieras mordido y dejado en algún callejón —advirtió el Barón, mientras encendía un cigarrillo.

Madeleine se quedó en silencio. Sus ojos se entristecieron. Diego se sorprendió.

— No me dirás ahora que te estabas enamorando de él.
— Era tierno y caballeroso, y me amaba.
— ¿Amor? ¿Puede acaso un monstruo de la noche hablar de amor? ¿Tenemos derecho a ello después de matar como lo hacemos? 

Sonó el timbre. Madeleine abrió la puerta. Un mensajero con un enorme ramo de rosas entró al salón. Dejó las flores, mientras los ojos de Diego cambiaban a un tono púrpura. Tomó por la espalda al hombre y le hincó los colmillos en el cuello, sin ninguna consideración. Madeleine se quedó mirando inexpresiva, pero luego también participó. Mordió la muñeca izquierda de la víctima y succionó toda la sangre que pudo, antes de sentir el último aliento de aquel cuerpo.

Los vampiros cargaron el cadáver hasta la cocina, en donde había un antiguo horno para pan y lo echaron allí. Madeleine lo encendió. Ambos se quedaron frente al fuego, oyendo crujir los huesos y chirriar la carne del desafortunado. 

— Es la ventaja de vivir en casas antiguas —dijo ella, quitándose la bata llena de sangre y echándola a la hoguera—. Viendo esas brasas recordé la vez que por poco me queman por bruja. 
— Te habrían puesto en una tumba sin nombre en algún cementerio para renegados.
— Pero tú me salvaste. Mordiste el cuello de los inquisidores y me sacaste de allí. Uno solo se preocupa por lo que ama. Lo demás es basura.

Un largo silencio.

— ¿Me amas, Diego? ¿Tanto como desde aquella noche de 1756? Tú mismo lo dijiste mientras yo moría y me transformaba. Dijiste: "Te quiero para la eternidad, hermosa gitana".
— Debo irme. 

El Barón pasó al cuarto de baño, se lavó el rostro, se acicaló la ropa. 

— Desde 1690 no me he visto en un espejo. No puedo saber cómo soy. Eso sí se los envidio a los mortales. ¿Cómo haces para pintarte los labios, querida?

Diego besó en la frente a Madeleine. Eran las tres de la madrugada.

— Al menos he cenado algo —dijo él con sorna—. Es horrible dormir con hambre. Ya es muy tarde, no me dará tiempo de ir a otros sitios. Me voy a casa, hermosa gitana. Sólo una duda...si habías jurado irte para siempre, ¿por qué me pediste que viniera?

Madeleine atizó la chimenea. Se giró lentamente hasta quedar frente a Diego. Le miró con los ojos húmedos. 

— Porque el amor también necesita valor para terminarse de una vez y para siempre —dijo con un nudo en la garganta.

Acto seguido, encajó con fuerza el atizador en el pecho de Diego. Él intentó sacarlo, pero ella lo hincó aún más, mientras lloraba a cántaros. Sus último llanto, el que había guardado tantos siglos para ser derramado. La última traza humana de su alma se evaporaba junto con la sangre del Barón.

Lo llevó luego al horno. Las llamas se avivaron con el cuerpo del vampiro.

El cabello rojo de Madeleine brillaba con los reflejos de las brasas ardientes. Esperó el amanecer ahí, de pie, observando los cuerpos reducirse a negras cenizas. Apagó el horno, bajó al sótano, entró a su ataúd y deseó soñar algo bonito, sin saber si se le concedería.

FIN




domingo, 12 de septiembre de 2021

#ProsaEspontánea #cuento #suspenso

El precio del alma

Liz Solórzano


Llovía a cántaros cuando los de la funeraria llegaron por Don Manuel. Amelia, el ama de llaves y fiel cuidadora del finado, abrió la puerta de la sala. El hombre yacía sobre el sillón, boca arriba, con un rictus de amargura en el pálido rostro. Los de la funeraria se santiguaron, y llevaron el cuerpo hacia la vagoneta. 

En el camino, la lluvia arreció. 

- ¿Es cierto lo que se dice del viejo, Anselmo? -preguntó el empleado más inexperto.

- Que viene de una familia maldita, eso lo creo -respondió con firmeza el hombre-. Todos han muerto solos. Mi abuelo nos contaba que el bisabuelo de éste, iba un día por la sierra, cuando se le apareció un hombre vestido de negro y con un maletín en las manos. Le ofreció la mayor fortuna a cambio de las almas de todos los descendientes. El viejo aceptó, y fue entonces que todos sus nietos y nietas fallecieron sin más. Los hijos se fueron muriendo también, y solo quedó Don Manuel, el menor de ellos, para cargar con el peso de la maldición. 

- Entonces, ¿se terminó? -cuestionó ingenuo el chico.

Un rayo cayó sobre un gran pirul. El tronco impidió el paso de la carroza, haciéndola virar como un trompo barranca abajo. Los empleados salieron disparados hacia la corriente del río, y desaparecieron entre ramas y oleadas. El féretro se deslizó hacia la orilla fangosa, quedando abierto. 

Tras varias horas sin recibir la llamada de la funeraria, Amalia se dispuso a investigar qué había sucedido. En el camino ya iban patrullas y bomberos. La lluvia había cedido paso a la profunda oscuridad del bosque. Los rayos blancos de luz de las linternas atravesaban la espesura de los pinos y pirules. 

Amalia esperaba al borde del acantilado, con las manos entrecruzadas sosteniendo un rosario, balbuceando rezos sin parar. El comandante de policía le salió al encuentro entonces, diciendo que el cuerpo de Don Manuel no estaba en el féretro.

La mujer, envuelta con un rebozo de lana, se tambaleó. Había llegado el día tan temido. El de la venganza contra el diablo.

Una patrulla la llevó a casa. El eco de sus pasos se escuchó por aquella solitaria casona victoriana llena de sombras y recuerdos. Encendió la chimenea. Mientras los pedazos de madera seca tronaban, la memoria de la mujer viajó viente años atrás, justo al día en que ella había llegado a trabajar con los Montero, recomendada por una tía. 

Recordó cómo le había impresionado tanta opulencia. Vajillas de plata, viajes al extranjero, autos de lujo, fiestas ostentosas hasta la madrugada. Los seis hijos Montero eran conocidos en el pueblo como "los ricos". 

Pero, de un momento a otro, de un año a otro, cada uno de ellos fue cayendo en raras enfermedades, delirios, locura. En veinte años habían enterrado a cinco. 

Cuando quedó solo, luego de perder a su esposa e hijo en un accidente de auto, Don Manuel se aficionó a lecturas sobre magia y ocultismo, conjuros y hechizos medievales. Viajaba constantemente a cualquier país del mundo con tal de conseguir antiquísimos ejemplares considerados como malditos. Hizo de la biblioteca un sitio de culto oscuro. Los anaqueles eran portadores de recetas mágicas y rituales paganos. A todo eso, una espeluznante colección de figuras satánicas rodeaba el enorme escritorio de ébano en donde Don Manuel pasaba días enteros, leyendo bajo la lupa aquellos tomos amarillentos y con olor a humedad.

Apenas hacía pausa para sus necesidades básicas. Comer, ir al baño, fumar su pipa, y de inmediato, volver a la obsesión que le consumía la vida poco a poco.

Los gallos del granero hicieron su acostumbrado alboroto vespertino. Amalia se había quedado dormida en el sofá. Se levantó de un tirón, también por los toques en la aldaba de la puerta.

Era el comandante Martínez, para comunicarle que habían encontrado los cuerpos de los empleados de la funeraria, pero el de Don Manuel continuaba en extravío. La mujer palideció. En sus adentros, le resultaba casi imposible creer que la hipótesis de su patrón podía estar sucediendo.

El policía notó la preocupación en el rostro de Amalia. Ella lo invitó a pasar. Sirvió café. Entonces rompió la promesa que había hecho a Don Manuel años atrás. Decidió contar lo que sabía. 

El comandante la escuchaba casi atónito. En toda su carrera, no se había encontrado con tales argumentos.

- Entonces, Amalia, ¿usted piensa que en verdad Don Manuel halló en sus libros la forma de vencer a la muerte para vengarse del diablo? -cuestionó el policía, aún sin creer en sus propias palabras.

- Don Manuel hizo un conjuro poderosísimo en el que invocó al maligno. Fue una noche de tormenta, igual a la de ayer -empezó a narrar la mujer-. Aquella noche, vine a traer la cena para el patrón. El no había comido nada en todo el día. Estuvo encerrado en este despacho a piedra y lodo. Le dejé la charola sobre el escritorio y, sin siquiera mirarme, me pidió que dejara la puerta entreabierta. Me mandó a dormir, pero a mí me extrañó su actitud, así que me quedé en el recibidor, limpiando la plata, haciendo tiempo por si él necesitaba algo. Y así fue. Poco después de la medianoche, escuché un alarido que me erizó la piel. Cuando entré al despacho, una nube de humo negro y pestilente a azufre, envolvía a Don Manuel y luego salía por la ventana. El patrón quedó desvanecido encima del escritorio. Le di una copa de whisky para reanimarlo. Cuando estuvo más calmado, me confesó que el conjuro antiguo que había hecho, había funcionado. Como te veo ahora, dijo, se apareció Satanás. 

Don Manuel lo retó. Le propuso vencer a la muerte para no tener que ofrendarle su alma a cambio de que eliminara la maldición de la familia Montero. El diablo echó una carcajada siniestra, pero aceptó la apuesta.

Entonces, Don Manuel puso en práctica lo que había leído que debía hacer. Al darle la mano al diablo para sellar el pacto, rasguñó aquella torcida mano con un abrecartas que llevaba debajo del puño de la camisa. El diablo pareció no darse cuenta, y se esfumó. Ese fue el instante en el que yo entré.

Recuerdo perfectamente haber visto el abrecartas manchado de sangre, y la sonrisa del patrón. Limpió con la lengua el filo de la hoja y tragó aquel líquido maldito. Enseguida se convulsionó, y cayó muerto. Sobre el escritorio había una carta dirigida a mí. Me explicaba que la única forma de volver de la muerte, era bebiendo la sangre del diablo.

Amalia sacó la carta de entre sus ropas y la entregó al policía, quien la escuchaba sin salir de su asombro.

- Usted puede pensar lo que guste de lo que le acabo de contar, comandante -dijo ella, sentándose frente a la chimenea-, pero Don Manuel volverá. Lo sé.

- Agradezco su confianza -advirtió el comandante, al tiempo de levantarse y encaminar a la puerta-. No tengo cierto que su testimonio pueda ser usado, usted se imagina, por la naturaleza paranormal que conlleva, pero conservaré la carta de igual modo. Estaremos en contacto. 

El comandante salió al patio seguido por Amalia. Fue entonces cuando todos los argumentos lógicos se vinieron abajo. Ahí, de pie junto a los geranios del jardín, estaba Don Manuel Montero. Se le notaba lozano y feliz. Amalia y el policía se quedaron de una pieza observándolo, en silencio.

Don Manuel caminó hacia ellos sin ninguna dificultad. Sacó su pipa del bolsillo y la encendió. 

- Supongo que ya le habrán puesto al corriente sobre mi asunto -dijo sin pudor al policía-. Pues bien, le aseguro que no está usted loco, ni soñando, comandante. Estoy vivo. Más que ayer y que nunca. Le he ganado la apuesta al diablo. He recuperado mi alma y roto la maldición de la familia Montero. En cuanto a su informe, hágame favor de indicar que sufrí un caso de catalepsia. Solo eso. Ahora, si me disculpa, necesito una ducha y un café. Que tenga buen día.

Ante el asombro del policía y la discreta sonrisa de Amalia, Don Manuel entró a su casa silbando una vieja canción.

FIN