lunes, 12 de abril de 2021

#ProsaEspontánea #relato #terror #misterio

La sangre del diablo

Por: lixysol

El viajero cargaba un maletín de cuero y un abrigo. La estación de tren estaba casi desierta luego del último descenso del día. La bruma comenzaba a alfombrar el andén. 

—Buenas tardes—saludó cortésmente al encargado, quien ya cerraba la oficina—. ¿Sabe si puedo conseguir un transporte? Necesito llegar a la abadía...

—No lo creo, señor— dijo, echando el cerrojo con fuerza—. Los cocheros no trabajan de tarde. Y menos, van hacia allá...es un camino oscuro.

El encargado caminó hacia una vieja carreta estacionada al lado de la oficina. Subió sin reparo.

—Y usted, ¿podría llevarme? —preguntó el viajero, mostrando varios billetes—. Por favor.

El hombre dudó un segundo, e hizo una seña de aprobación. El otro subió a la carreta de un salto.

—Le agradezco mucho. Soy Luis Ferrada. Vengo del Museo Nacional para una investigación. 

—¿En la abadía? —cuestionó el hombre con curiosidad—. Pero si esos monjes han estado aislados del pueblo por años. Todo desde...

Un tramo empedrado hizo repiquetear las maderas de la carreta. Ese breve silencio puso en alerta al investigador.

—Desde...¿Qué?

—Desde que se comenzaron a morir los monjes— dijo con recelo el hombre—. Así nomás, sin motivos. Uno a uno. Dicen que no es una orden religiosa, sino una secta, y adoran al diablo cada Samhain. Hacen un aquelarre y le ofrendan a alguien, para que les siga dando cosas.

—¿Qué tipo de cosas?—inquirió el viajero con cierto escepticismo.

—Placeres—respondió el hombre sin pausa—. Oro, mujeres, vino...¿Cómo se explica usted que hayan sobrevivido en ese aislamiento sin salir a mendicar, ni oficiar misas, ni pedir dádivas a los ricos? Un primo mío fue su jardinero por un tiempo, y me contó que es el sitio más lujoso que haya visto jamás. Un verdadero palacio, con espejos y muebles dorados. El lo vio a través de los ventanales, que siempre están cerrados. Fue un descuido. Entonces el prior lo amenazó con quitarle sus tierras si decía algo. Mi primo salió de allí corriendo antes de que le lanzaran alguna maldición. 

Luis escuchaba al hombre con atención. Le costaba creer en aquellas aventuras, pero, en el fondo, sintió una sugestión extraña. 

Minutos después, la carreta se detuvo.

—Hasta aquí llego, señor—dijo el hombre, extendiendo la mano—. Vaya por ese sendero, y a unos diez minutos, verá la abadía. 

—¿Podría volver por mí mañana?— preguntó Luis, al otorgar el pago convenido.

—Tengo un viaje a la ciudad para cuestiones de la estación y no volveré hasta el viernes. Tendrá que pedir posada por dos noches en la abadía o volver a pie. Según sé, los monjes no tienen carretas...

—Está bien—asintió el viajero—. Lo veré el viernes. Gracias.

Luis tomó su equipaje, se puso el abrigo y caminó por el sendero indicado. Tal y como lo dijo el hombre, la abadía apareció recortada sobre una colina. Un caminillo de piedra le llevó hasta el viejo portón. La aldaba gótica en forma de dragón hizo eco en la noche. Tras un silencio, la cerradura se abrió. Un monje anciano dio las buenas noches.

—Buenas noches, Padre. Soy Luis Ferrada, del Museo Nacional. Recibimos una carta de su prior para venir por unas antigüedades en donación.

El religioso dudó por un momento. Luego pareció entender la situación.

—Claro, pase. Usted disculpe, mi memoria ya no es la mejor. 

El portón se cerró de golpe a espaldas de Luis. Ante él, un patio grande y oscuro. Se vislumbraban pasillos rodeados de pinos y abetos. El fraile lo guió bajo la mortecina luz de una antorcha hasta una celda pequeña y austera. 

—El Padre Prior ordenó que le brindara la celda de viajeros —dijo el monje, encendiendo una lamparilla de aceite—. Hay sábanas y mantas en ese armario. El desayuno se sirve a las siete en punto. Que pase buena noche.

El anciano abandonó la celda en un instante. Luis no tuvo tiempo ni de agradecerle. Subió la luminosidad de la lámpara, colgó su abrigo y se recostó en el duro colchón. El cansancio le venció hasta la hora en que una campana anunció el desayuno.

Se lavó la cara en la bandeja de Talavera, se cambió de ropa y fue hacia el refectorio. Los monjes servían cuencos de leche y hogazas de pan con queso en total silencio. Luis comió un poco incómodo, pero los alimentos le dieron energía y tranquilidad. Al final, el Prior le llamó a su despacho. 

De un viejo mueble de roble, salieron varias antigüedades magníficas. Libros, candelabros, crucifijos. El Prior pidió máxima discreción, ya que se trataba de objetos heredados de anteriores órdenes, pero, dijo, querían que el mundo los admirara en un museo. Luis se puso de inmediato a catalogar. Pensó que, después de todo, le vendría bien quedarse dos días para terminar. El Prior se disculpó. Dijo tener algunos pendientes, y salió del despacho con paso rápido. 

—Todos tienen prisa por ir a algún sitio—murmuró Luis con ironía.

Las horas pasaron sin sentir. Un fraile le llevó vino y sopa al mediodía. De ahí, el investigador volvió a su celda alrededor de las ocho. Los pasillos del convento estaban desiertos, desprovistos hasta del mínimo ruido. De repente, un rezo lejano llamó su atención. Sonaba como un mantra, repitiéndose una y otra vez. Su curiosidad pudo más que el cansancio. Intentó seguir el sonido entre los pasillos, hasta llegar a un ala apartada del edificio. Parecía una iglesia en ruinas. 

Totalmente intrigado, Luis continuó buscando. Al otro lado de aquel casco derruido, una barda de enredaderas escondía la mansión más impresionante que pudiera imaginar. Tras los ventanales de cristal, se apreciaba una gran fiesta de máscaras. Baile, vino, risas...

¿Estaré soñando?, se preguntó Luis. A su mente vino la conversación con el encargado de la estación de tren. ¿Y si la historia de su primo era cierta? No. Era una locura. Seguramente aquella barda dividía el convento de otra propiedad. Serían entonces los vecinos celebrando alguna cosa. 

Suspiró. Un poco más tranquilo, volvió a su celda y cayó rendido. 

El día siguiente no fue distinto. Desayuno, catalogar, almuerzo, catalogar, volver a la celda, escuchar los rezos, llegar a la mansión, ver otro baile. Aquello parecía un bucle de tiempo, o acaso estaría perdiendo la cordura.

El jueves tuvo el mismo itinerario. Esta vez se proveyó con la vieja cámara fotográfica con la que estaba realizando el catálogo. Le quedaban dos cartuchos útiles, así que no podía desperdiciarlos. 

—Muy bien, invento del siglo, necesito de tus cualidades— le dijo al objeto—. Será mejor que, al revelar, me muestres algo interesante.

Escondido en las enredaderas, tomó dos fotografías. La luz del flash quemado se camufló entre los rayos de la luna. 

Ya en su celda, empacó todo perfectamente, con la intención de salir volando de allí por la mañana. El señor de la estación lo recogería a las siete, por lo que se iría mentiras todos desayunaban. Y hasta nunca. Ese sitio le daba ya escalofríos.

Al doblar en el pasillo, el Prior le salió al encuentro.

—No me diga que se marcha ya, señor Ferrada— dijo el religioso con cierta molestia.

—El transporte vendrá por mí en breve y debo aprovecharlo, Padre —se exculpó—. Volveré pronto, cuando el Museo autorice su generosa donación. 

—Es una lástima —advirtió el monje—. Pensaba que hoy podía mostrarle el objeto más antiguo y valioso que deseamos donar al museo. Fausto, el encargado de la estación, volverá por usted más tarde. No sé preocupe, le pagaré muy bien.

El nudo en el estómago que había sentido Luis, desapareció para dar paso a la gula de la ambición histórica. Tanto esperaba una oportunidad así para sobresalir en su trabajo y conseguir el puesto de director. Ahí tenía enfrente el camino. Dejó la maleta y siguió al Prior hasta una cámara subterránea, debajo de la sacristía. 

El fraile abrió un viejo armario de madera tallada con grabados paganos. En una cápsula de grueso cristal, yacía suspendido un colgante de oro, relleno con sangre.

—Ahí lo tiene— celebró el religioso—. La única muestra de sangre del diablo que hay en el mundo entero. Fue recolectada por un monje durante el exorcismo de un santo. Dicen que vio a Satán tan claro como me ve usted ahora, y le enterró su crucifijo en una mano. Con un conjuro ancestral, el monje guardó la sangre que chorreaba de las venas del maligno en este dije. Chantajeó al diablo con darle lo que quisiera para devolver la sangre. El monje se convirtió entonces en el hombre más poderoso de su época, hasta que le fue robada la joya. Murió atragantado con su propia saliva, sin razón alguna. El ladrón fue ejecutado por su delito, y desde entonces, este preciado objeto ha pasado de mano en mano... hasta mí. Lo hallé tirado en la entrada del convento, como si una señal me indicara que podía tener todo lo que ansiara. ¿Recuerda usted la mansión? Es mi hogar. Nuestro hogar, diría. Mis hermanos y yo no carecemos de nada allí. Es nuestro premio a tanta pobreza.

—No me dirá que realmente desea donar esto al museo—dijo Luis, sin poder quitar la mirada del objeto.

—Por supuesto que no, querido amigo— el Prior sonrió—. Usted comprenderá que algo tan invaluable no puede, ni debe, cambiar de dueño. Solo que es un poco caprichoso. Me pide sangre nueva cada Samhain en prenda de sus favores. 

Luis intentó escapar, pero una docena de frailes lo cercaron.

-—El señor de la estación vendrá...¡Tengo un testigo! —gritó el investigador, lleno de pánico.

—Seguro que Fausto le contó la historia de su primo el jardinero, ¿No? —dijo el Prior—. Pues el jardinero, era él. Desde entonces nos ayuda a traer la sangre nueva que necesitamos. Usted es el tercer investigador de algún museo del mundo que acude a nuestro llamado. Y, como todos, se sabrá que tuvo un accidente mientras caminaba ebrio por el bosque. Caerá a la cañada, y jamás hallarán un cuerpo. En fin. Es el momento.

La última imagen que tuvo Luis fue la de una horda de monjes echándosele encima. La leyenda de la sangre del diablo había sido salvada de nuevo.

FIN


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