miércoles, 29 de diciembre de 2021

#ProsaEspontánea #relato #misterio

El espejo vacío

por: Liz Solórzano


Las cortinas de blanca gasa bordada temblaban ante las embestidas del inclemente viento frío. La tela serpenteaba en amplias olas, insuflando bocanadas de aire a la habitación oscura. Entre las sombras se distinguía el cuerpo de un hombre sobre la alfombra. A su lado, un creciente hilillo de sangre marcaba sin piedad un camino bermellón. Al fondo, la chimenea antes encendida menguaba las brasas, para dejar paso a diminutas partículas de ceniza volando inocentes a merced del viento. En el sofá de terciopelo y con una copa de bourbon en la mano, Diego Kauffman evitaba a toda costa que la única lágrima que le quedaba, quizás por la eternidad, saliera de su ojo claro y melancólico. Sin embargo, la pequeña gota salada rodó por su pálida mejilla hasta caer en la copa. 
El Barón se bebió el vino de un sorbo. Era un monstruo de la noche sin posibilidad de redención, lo sabía muy bien.
Echó la copa a la chimenea y se levantó para tocar la campanilla de servicio. El mayordomo apareció casi en el acto. No pareció sorprendido por la escena.

— Encárgate de todo, por favor —pidió el Barón sin ninguna inflexión en la voz—. Voy a salir. Volveré por la mañana y dormiré todo el día. En el sótano está todo preparado, espero.
— Todo, señor —respondió el sirviente con naturalidad—. Por cierto, no sé cómo lo tomará, pero...el chofer me ha dicho que escuchó en la plaza un rumor...ella se ha marchado del pueblo. La han visto en la estación de tren esta mañana. Sola.

El Barón se detuvo un momento antes de salir del salón. Si el rumor era cierto, ella había cumplido su promesa. 
—Me voy—anunció al mayordomo.

Diego volvió a casa bordeando el amanecer. Se apresuró a cambiarse de ropa y bajar al sótano. Justo antes del primer canto del gallo, cerró sobre sí mismo la tapa del ataúd que de tantos rayos de sol le había salvado.

— Qué curioso —murmuró esa misma noche, cuando se alistaba para salir nuevamente —. Mientras duermo, no sueño absolutamente nada. Será que los vampiros hemos renunciado al derecho humano de desear cosas bonitas. Pero vaya, ni siquiera pesadillas tengo. Será que mi vida, si le puedo llamar así, ya es una de ellas...
— Señor —irrumpió el mayordomo con una carta entre las manos—. Ha llegado esto para usted.

El Barón abrió la misiva y su semblante, antes inexpresivo, se tornó desencajado y melancólico. 

— ¿Alguna indicación, señor? —preguntó el mayordomo.

— Dile al chofer que cargue suficiente combustible. Vamos a la ciudad. Ella ha roto su promesa demasiado pronto.

Dos horas después, el Barón Kauffman estaba a la puerta de una casa victoriana, la que conocía de palmo a palmo, al igual que a su propietaria. El corazón le batió fuerte. Tocó el timbre.
En el umbral de la puerta apareció Madeleine. Llevaba su rojo cabello suelto y una bata de satén azul. Fumaba nerviosamente. Hizo pasar al invitado. Sirvió dos copas de whisky, atizó el fuego de la chimenea.
Diego se sentó en el sofá y bebió hasta el fondo. El corazón se le tranquilizó un poco.

— Pensé que no vendrías. Agradezco que no haya sido así —dijo ella mientras se sentaba también en el sofá y rellenaba las copas de whisky—. ¿Esto no acabará jamás?
— Te lo advertí hace cientos de años, y te lo repito ahora, Madeleine: Nunca podremos amar a otras personas. Estamos condenados a querernos el uno al otro por toda la eternidad. ¿Cuántas veces hemos intentado dejarlo? ¿Quince, veinte? Siempre terminamos asesinando a los prospectos del otro. Es algo inherente a nosotros. No nos podemos imaginar estar interesados en otras personas.
— ¿Le has matado?
— Anoche, luego de que te dejara en casa. Lo único que tenía de bueno era su sangre. 

Ambos soltaron una siniestra carcajada que no llegaba a ser divertida, más bien era una mezcla de risas y lágrimas.

— ¿De qué te quejas? Igual lo hubieras mordido y dejado en algún callejón —advirtió el Barón, mientras encendía un cigarrillo.

Madeleine se quedó en silencio. Sus ojos se entristecieron. Diego se sorprendió.

— No me dirás ahora que te estabas enamorando de él.
— Era tierno y caballeroso, y me amaba.
— ¿Amor? ¿Puede acaso un monstruo de la noche hablar de amor? ¿Tenemos derecho a ello después de matar como lo hacemos? 

Sonó el timbre. Madeleine abrió la puerta. Un mensajero con un enorme ramo de rosas entró al salón. Dejó las flores, mientras los ojos de Diego cambiaban a un tono púrpura. Tomó por la espalda al hombre y le hincó los colmillos en el cuello, sin ninguna consideración. Madeleine se quedó mirando inexpresiva, pero luego también participó. Mordió la muñeca izquierda de la víctima y succionó toda la sangre que pudo, antes de sentir el último aliento de aquel cuerpo.

Los vampiros cargaron el cadáver hasta la cocina, en donde había un antiguo horno para pan y lo echaron allí. Madeleine lo encendió. Ambos se quedaron frente al fuego, oyendo crujir los huesos y chirriar la carne del desafortunado. 

— Es la ventaja de vivir en casas antiguas —dijo ella, quitándose la bata llena de sangre y echándola a la hoguera—. Viendo esas brasas recordé la vez que por poco me queman por bruja. 
— Te habrían puesto en una tumba sin nombre en algún cementerio para renegados.
— Pero tú me salvaste. Mordiste el cuello de los inquisidores y me sacaste de allí. Uno solo se preocupa por lo que ama. Lo demás es basura.

Un largo silencio.

— ¿Me amas, Diego? ¿Tanto como desde aquella noche de 1756? Tú mismo lo dijiste mientras yo moría y me transformaba. Dijiste: "Te quiero para la eternidad, hermosa gitana".
— Debo irme. 

El Barón pasó al cuarto de baño, se lavó el rostro, se acicaló la ropa. 

— Desde 1690 no me he visto en un espejo. No puedo saber cómo soy. Eso sí se los envidio a los mortales. ¿Cómo haces para pintarte los labios, querida?

Diego besó en la frente a Madeleine. Eran las tres de la madrugada.

— Al menos he cenado algo —dijo él con sorna—. Es horrible dormir con hambre. Ya es muy tarde, no me dará tiempo de ir a otros sitios. Me voy a casa, hermosa gitana. Sólo una duda...si habías jurado irte para siempre, ¿por qué me pediste que viniera?

Madeleine atizó la chimenea. Se giró lentamente hasta quedar frente a Diego. Le miró con los ojos húmedos. 

— Porque el amor también necesita valor para terminarse de una vez y para siempre —dijo con un nudo en la garganta.

Acto seguido, encajó con fuerza el atizador en el pecho de Diego. Él intentó sacarlo, pero ella lo hincó aún más, mientras lloraba a cántaros. Sus último llanto, el que había guardado tantos siglos para ser derramado. La última traza humana de su alma se evaporaba junto con la sangre del Barón.

Lo llevó luego al horno. Las llamas se avivaron con el cuerpo del vampiro.

El cabello rojo de Madeleine brillaba con los reflejos de las brasas ardientes. Esperó el amanecer ahí, de pie, observando los cuerpos reducirse a negras cenizas. Apagó el horno, bajó al sótano, entró a su ataúd y deseó soñar algo bonito, sin saber si se le concedería.

FIN