sábado, 2 de noviembre de 2019

#MismoInicioDiferenteFinal

La seductora oscuridad


Alex odiaba cruzar por el cementerio por las noches—aunque era el camino más rápido a su casa—pero aquella noche era demasiado su cansancio y ansiaba dormir, así es que al llegar a la puerta, no lo dudó y entró al camposanto. 
Había caminado desde la ciudad porque su viejo Datsun '96 no encendió. Sacó una pequeña licorera de su mochila y bebió dos tragos. En aquella Noche de Muertos, el frío calaba fuerte. Decidió sentarse en un tronco a recuperar fuerzas. El viento silbaba entre los ahuehuetes y pirules, creando una tétrica sinfonía. La gente del pueblo llegaba poco a poco a visitar las tumbas de sus seres queridos entre cantos y rezos. El olor a comida y flores inundaba el lugar. Alex recordó entonces cómo había lidiado con su temor a la muerte y terminado como embalsamador de cadáveres en una elegante funeraria de ciudad. 
Bebió otro trago de licor. Su mente voló hacia la infancia, en la que su hermano Alonso se había ahogado en el río del pueblo. La angustia lo envolvió de nuevo al revivir cómo había buscado con desesperación una vara para salvarlo, sin lograrlo. Desde entonces, Alex se sentía culpable de aquella pérdida familiar. Tiempo después, ya adolescente, en la clase de anatomía, le había impresionado tanto el funcionamiento del cuerpo humano que decidió estudiar enfermería. Por desgracia, la carencia económica de su casa le hizo abandonar los estudios. Con su escaso conocimiento, encontró empleo como ayudante de embalsamador en la Funeraria Vélez.
El encuentro con su primer cadáver fue impresionante, pero en ningún momento tuvo ganas de vomitar o algo así. Al contrario, quedó fascinado ante la perfección del cuerpo humano, y de cómo se podía preservar su belleza. Con cada fallecido que llegaba a sus manos, ponía el mismo empeño que hubiera puesto con su hermano Alonso. Del aspecto dependía la tranquilidad de la familia, la dignidad última con que les despedían. 
Bebió otro trago. De repente, una mano tocó su hombro. 
—¿Tienes fuego? —preguntó una hermosa mujer morena, con cabello negro azabache y un entallado vestido que adivinaba la figura escultural que poseía.
—Claro —atinó a contestar Alex, intimidado por aquella extraña belleza.
—Los tacones me están matando —murmuró ella en tono sensual—. ¿Puedo sentarme?
Alex se levantó de un tirón con amabilidad. La mujer se sentó y cruzó la pierna, una mano sosteniendo el cigarrillo, la otra sobando lentamente sus pantorrillas desnudas. 
—Ese olor a cempasúchil me da dolor de cabeza. No sé quién les dijo que hay que colocar tantas flores sobre las tumbas —se quejó en voz baja, casi en tono infantil—. ¿A quien visitas?
—A nadie  —contestó Alex, ensimismado con el bello rostro de la fuereña—. Mi hermano está enterrado en otro panteón, pero nunca lo visito. Es que…no puedo creer que él esté en una fría tumba. Él vive conmigo, en mi corazón.
—Haces bien —afirmó la mujer—. En las tumbas no hay más que huesos. Bien… gracias por el asiento. Debo irme. Tengo mucho trabajo todavía.
—¿Eres artista? ¿Cantas en las tumbas?
La mujer echó una carcajada y apagó la colilla del cigarro. 
—Bueno fuera... Mi trabajo es una mierda, pero alguien tiene qué hacerlo. 
—¿Cuándo podría verte de nuevo?
—Pronto no será, pero si sigues atrapado en tu depresión e intentando en vano curarte con alcohol, pues…tal vez el próximo año. ¡Ah! Y escucha un consejo. Vende ese viejo coche o acabarás en un barranco. Adiós, hermoso joven.
La mujer se encaminó hacia las tumbas, entre el gentío y los músicos. Alex intentó alcanzarla, pero no pudo. Un viento helado le cruzó el rostro. Tomó su mochila y continuó su camino, aún fascinado con la belleza exuberante de la misteriosa dama. Al fin cruzó el panteón y llegó a la puerta. Atrás dejó la algarabía y las luces. Suspiró hondamente, y se preguntó si en verdad le gustaría ver de nuevo a la mujer…o mejor no.
FIN