domingo, 30 de octubre de 2022

#ProsaEspontánea #relato #misterio #magia

El poder de las palabras

Por: Liz Solórzano


La mesera dejó el café sobre la mesa. Apenas Karina dio el primer sorbo, una mujer se sentó frente a ella, sin pedir permiso. 

         - ¿Eres la nieta de Susana? - preguntó sin más-. Disculpa, no me he presentado. Me                   llamo Minerva. Soy la nieta de Rosa María. Nuestras abuelas fueron amigas de la                  infancia.

Demasiada información para el primer sorbo de café de aquel domingo gris. Karina se quedó en silencio.

         -  Lo siento, no he querido incomodarte, pero...me costó trabajo hallarte, ¿sabes? -la              mujer de pelo teñido, pestañas postizas y labial rosa hablaba con timidez -. Mi abuela             murió hace un mes y, entre sus cosas estaba esto.

Aquel pequeño libro rojo le pareció conocido a Karina. Alguna vez lo habría visto en casa de su abuela. La curiosidad la hizo poner toda su atención en la desconocida.

          - Es el diario de tu abuela. Creo que deberías leerlo. En la primera página he anotado               mi teléfono. Si te decides, podemos encontrarnos aquí mañana mismo. 

La mujer salió del café sin decir nada más. Karina pagó la cuenta, guardó el libro y volvió a casa con la mente en otro sitio. Pasó toda la tarde leyendo las cuitas de la mujer a la que había visto contadas veces en su infancia. Después, recordó, ni su madre ni ella habían vuelto a aquella casona vieja en las afueras de la ciudad. En el diario se narraba la nostalgia de la abuela Susana por ver a sus descendientes, pero, según ella, había preferido la distancia a contribuir en dañar sus vidas.

23 de abril de 2022.
Mi Karina cumple 32 años hoy. El tiempo se ha agotado. Dios quiera que la maldición de nuestra familia no la alcance jamás. 

Así terminaba el diario. Karina tomó el teléfono. Quedó en verse con la mujer del restaurante al día siguiente.

              - Gracias por venir -dijo Minerva mientras movía el azúcar en el café -. No sé                          cómo empezar...esto es difícil para mí. Como habrás leído, nuestras abuelas eran                    muy buenas amigas, hasta que un hombre apareció en su camino.
              - No menciona de quién se trataba, y parece alguien muy importante como para  
                que hayan dejado de lado su amistad - dijo Karina, un tanto extrañada.
             -  Ese hombre fue tu abuelo -aseveró la mujer-. Mi abuela me lo confesó en su                           agonía. Resulta que Ernesto causó revuelo entre las jovencitas                         
                de aquel pueblo de tan pocos habitantes y nulas diversiones. Él pareció sentirse                      atraído por nuestras abuelas a la vez. Invitaba a una y la otra, las cortejaba por  
                igual. Al final, se  decidió por Susana, y Rosa María no supo manejar la derrota.  
                Ella...creía en fuerzas malignas, ¿comprendes? Ouijas y esas cosas. Hizo un ritual 
                de  maldición hacia Susana, con el cual toda su descendencia tendría mala suerte 
                durante un siglo.

Karina escuchó el extraño relato con cierto escepticismo. 

             - ¿Quieres dinero o algo así? - preguntó - Mejor me voy.
             - Sé que te suena loco, pero, seguro te preguntas todos los días por qué todo te sale                 mal, por qué estás sola, por qué ninguno de tus proyectos prospera. Te entiendo,   
               yo me siento igual. Creo que la maldición no sólo surtió efecto en tu familia, sino 
               en la mía también. Lo que por mal se hace, con el doble de desgracia se paga. 
             - Supongamos por un solo instante que lo que dices sea verdad -dijo Karina, casi  
               creyendo en sus palabras-. ¿Qué propones? 

Minerva bebió de tajo el café.

             -  Mi abuela me dijo que debíamos volver al sitio del ritual para revertirlo, llevando 
             una foto en donde nuestras abuelas aparezcan juntas. Alguna habrá, me dijo, en el 
             desván de la casa, alguna que haya quedado luego de haber destruido todos los 
             álbumes. Ella lo hizo así, presa de la rabia por haber perdido a Ernesto.
           - Oye, no te ofendas, pero no te conozco de nada como para hacer 
             un viaje contigo un pueblo perdido.

El sábado siguiente por la mañana, Karina y Minerva llegaban a la casa de la abuela Susana. Imágenes de la infancia las invadieron como una ola. 

           - El sitio del ritual es allá, al final de esa arboleda - Minerva señaló un punto en la
              lejanía -. Hay un dolmen muy antiguo.
           - ¿Un qué? -preguntó Karina mientras se quitaba los mosquitos de encima.
           - Un dolmen, un conjunto de piedras utilizadas en el pasado como centro de energía                  por las brujas.

Pasaron toda la tarde buscando entre los trebejos del desván, hasta hallar la foto que requerían. El sol se ocultaba cuando, al fin, una vieja imagen apareció ante sus ojos. Sus abuelas habían posado frente al lago, jóvenes y felices, antes de que la maldad se cirniera sobre ellas.

           - No está tan mal este sitio - dijo Karina cuando cenaban algo en el balcón. 
           - Podríamos relajarnos -sugirió Minerva, rellenando los vasos de cerveza-.       
             Mañana es Día de Brujas. En el pueblo siempre hay fiesta. Tal vez no nos venga 
             mal distraernos un rato. Por la noche volvemos para realizar el ritual...
           - ¿Por qué no?

En la plaza del pueblo habían algunos juegos mecánicos, puestos con comida, disfraces, juegos, bebidas. La gente caminaba de un sitio a otro con bolsas de compra, los niños se divertían en la fuente. Karina y Minerva compraron unos helados. Algún chiquillo pasó corriendo y tiró al piso el de Karina. 

            - Lo siento -dijo una voz masculina-. Le compraré otro. Es mi sobrino, ¿sabe? Mi 
              hermana salió de viaje y me encargó que lo trajera a la feria.

El hombre puso el helado de limón en las manos de Karina.

           - Usted no es de por aquí, ¿verdad? No la había visto antes.
           - Estamos pasando unos días de vacaciones -dijo Karina, sintiéndose un tanto 
             cohibida ante la mirada encantadora del hombre -. Gracias por el helado. 
           - De mí sí te acordarás, Gerardo Santana -dijo en voz alta Minerva, para hacerse oír                  entre los gritos infantiles y la música-. Fuimos juntos al bachillerato.

Gerardo miró a Minerva con detenimiento.

           - ¡Claro! Minerva Cervantes. No te reconocí con el cabello rubio. ¿Cómo has estado?
          - Después de la escuela conseguí trabajo en la ciudad, en una florería. No había          
             vuelto hasta ahora. ¿Y tú? ¿Te casaste con Romina?
          - Al día siguiente de terminar la escuela, ¿puedes creerlo? Pero nos hemos     
            divorciado hace unos meses. Oigan, hay una fiesta esta noche en la casa de mi  
            vecino, ha invitado a todo el mundo, así que, ¿qué me dicen? ¿vienen?

Karina y Minerva se animaron a ir a la fiesta. Cuando llegaron, unas treinta personas ya convivían en el jardín. Algunas bailaban, otras se servían bebidas. Hacía calor. Gerardo las recibió con dos cocteles.

             - Me alegra que hayan venido, chicas - les dijo sonriente -. Es costumbre bailar la 
               primera pieza con una invitada, así que....¿me permites? -se dirigió a Karina.

Minerva sostuvo los cocteles y buscó una silla cerca de la piscina. Encontró a algunas amistades del pasado y entabló conversación fácilmente. Gerardo y Karina fueron a la pista de baile, bajo luces de colores y festones de papel con motivos de fantasmas y calabazas.

               - ¿Karina? Perdón por mis modales, no pregunté tu nombre.
               - No te preocupes, suele pasar -dijo ella, estremeciéndose al sentir la mano de 
                Gerardo en su espalda -. Casi había olvidado este pueblo. La última vez que 
                visité a  mi abuela fue como a los ocho años.
                - ¿Qué te ha traído de vuelta?
                - Aún no lo sé.

Al terminar la velada, Gerardo acompañó a las chicas de vuelta. Se despidió de Minerva y, al entrar ella a la casa, en un movimiento sutil y rápido, tomó de la mano a Karina y le dijo algo en voz baja al oído. Luego se fue.

Las palabras de Gerardo revolotearon en la cabeza de Karina. Miró el reloj. Cinco minutos para las dos. Se asomó a la habitación de Minerva. Dormía profundamente. Salió en puntillas de la casa, hacia la entrada de la arboleda. Gerardo fumaba un cigarrillo, recargado en un árbol. Apagó el tabaco y sonrió.

                - Lo que voy a decirte te parecerá loco - dijo en voz baja.
                - Ya me estoy acostumbrando a las locuras, creo -respondió ella-. Dime.
                - Debes tener cuidado de Minerva. Tú te fuiste de aquí hace muchos años, y no te                    imaginas en la clase de persona en la que ella se convirtió.

Karina lo miró con extrañeza.

                - Ella se encaprichó conmigo en la escuela, aún cuando sabía que Romina y yo ya                    nos habíamos comprometido. Hizo toda clase de cosas para intentar que yo la  
                  amara. Pero, eso es imposible. Simplemente, uno ama o no. El día de mi    
                  boda se apareció en la iglesia, al final de la ceremonia. 
                 A punto de subirnos al coche, se acercó a Romina y aparentemente la 
               felicitó, pero no fue así. Le dijo que  nunca habría cosecha en su jardín; eso fue                     una  maldición.  Nosotros nunca entendimos aquellas palabras, hasta 
                que nos convencimos de que Romina nunca podría ser madre. 
Eso la deprimió terriblemente. Hice cuanto pude para ayudarla, pero ella se suicidó hace dos años. 
                 - ¡Dios! Eso es espantoso -exclamó Karina-. ¿Crees que una persona tenga tanto 
                   poder para dañar así a otra?
                   - No es la persona, Karina -afirmó Gerardo-. Son las fuerzas malignas a las que 
                    convoca. 

Karina contó a Gerardo cómo Minerva la había abordado en la cafetería, lo del diario, lo del viaje, lo del ritual. Por un momento sintió que podía confiar en él. 

                  - Debes irte de este pueblo ahora mismo -advirtió-. Lo del ritual podría ser una 
                     trampa.
                  - ¿Y si es la única oportunidad de terminar con mi mala suerte? -preguntó 
                    Karina, casi con aire infantil -. Tú no sabes lo que ha sido mi vida, siempre 
                    fracasando, siempre lamentándome por mis malas decisiones...por eso tomé en 
                    serio lo de la maldición.
                   - Si hubiera una opción para demostrar que Minerva no es más fuerte 
                     que nosotros, ¿la aceptarías?

La noche siguiente, Karina y Minerva caminaban hacia el dolmen. Atrás se habían quedado los niños pidiendo dulces, la algarabía de la Noche de Brujas, la música. En el bosque reinaba el silencio y la oscuridad. En un claro de luna brillaban las antiguas rocas, altas y lisas, cuyas siluetas semejaban centinelas siniestros. Las chicas entraron al círculo pétreo. Minerva puso sobre el césped el diario, una vela encendida y la foto. Tomó de las manos a Karina y pronunció unas extrañas plegarias. El viento pareció cobrar vida. Un remolino de hojas envolvió a las rocas. La foto voló por el aire, quedando suspendida. Karina se soltó rápidamente de las manos, tomó la foto y la partió en dos.
           
                  - ¡Estúpida! - gritó Minerva -. ¡Ahora estaremos malditas para siempre!
                  - ¡Sé lo que querías hacer! - exclamó Karina -. ¡Atarme a ti, no separarme!                             ¡Tengo la magia de mi abuela! ¡Ella era la verdadera bruja! ¡Tu abuela le robó su                  poder, y tú crees haberlo heredado, pobre tonta!

Gerardo salió de entre los árboles. Puso su mano sobre la frente de Minerva.

                  - ¡Yo te despojo de lo que tu antecesora robó para hacer que mi abuelo la 
                     amara!  ¡El amor no puede ser condicionado, ni atado!

Un halo de luz explotó sobre el dolmen. Minerva cayó desmayada al césped. De un instante a otro, el viento se detuvo. Karina miró estupefacta a Gerardo.

                 - Nunca me atreví a usar mis poderes hasta hoy - confesó-. Tenía miedo. Ni 
                     yo creía que la magia en los hombres fuese tan poderosa. Mi abuelo era un 
                    brujo  de los buenos, ¿sabes? Tal vez por eso se enamoró de tu abuela. Tenían 
                    algo en común.
                 - ¿Entonces tú yo somos...?
                 - Oh, no, nada, no te apures -dijo Gerardo, sonriendo-. El abuelo Ernesto se hizo 
                   cargo de mi abuela, que era madre soltera. La cuidó y procuró casi como un  
                   hermano. Tiempo después conoció a tu abuela, quien fue su gran amor. Yo crecí 
                  diciéndole abuelo, aún cuando no lo era. En mi adolescencia me di cuenta que                         podía ver cosas, sentía la vibra de la gente, en fin. Se lo conté a Ernesto y 
                  él me confió lo de sus poderes. Se alegró que pudiera hablarme de ello. Siempre 
                   me animó a ejercer los poderes, pero, como te dije, yo nunca quise...
                 - Hasta hoy.
                 - Lo mismo puedo decir de ti.
                 - Eso creo...
                   - Ernesto decía que nacer en este pueblo te dotaba de poderes incomprensibles. 
                 - ¿O sea que hay más...?
                 - Un pueblo entero, linda.

FIN 










sábado, 15 de octubre de 2022

#ProsaEspontánea #relato #terror

Deseo cumplido

Por: Liz Solórzano

Matías entró a aquél bar, más por no empaparse de la lluvia que caía, que por ganas. Se sentó en la barra, pidió una cerveza. El cantinero le observó con curiosidad; nunca le había visto por allí. Cobró la copa y siguió atendiendo las pocas mesas con gente que a esa hora, ya pasadas las once, había. 

Un hombre que vestía gabardina negra y sombrero de ala entró al bar. Puso una vieja canción en la rockola y se sentó junto a Matías. 

          - Lo mismo, y otra ronda - dijo con firmeza al cantinero.

      - Oh, no, muchas gracias -se apresuró a comentar Matías, saliendo de su           ensimismamiento- ya casi me voy...

         - Por favor, permítame. ¿Un mal día? -preguntó el hombre, mientras repartía los vasos.

          - Algo así -respondió Matías, aceptando la cerveza-. ¿Y usted?

          - Los he tenido mejores. ¡Salud!

Los vasos tintinearon en el aire. El hombre se quitó el sombrero. Una cicatriz le surcaba la mejilla derecha. Matías intentó no parecer intrusivo.

         - Terrible, lo sé -dijo el hombre, terminando la cerveza y pidiendo otra-. Gajes del oficio, ¿sabe?. Un navajazo limpio de alguien con buenos reflejos.

         - ¿Una mujer? ¿Dinero? -Matías no podía ocultar la curiosidad.

         - ¡Ay! Los humanos creen que solo las cosas materiales mueven al mundo -aseveró el hombre, casi para sí mismo-. No, mi amigo, hay cosas más poderosas, como la ambición, por ejemplo. Pero no la ambición por algunas monedas, ¡no!, me refiero a la ambición de poder sobre otros, a poseer la voluntad de alguien, a ser dueño del destino. 

        - ¿No se supone que solo Dios es dueño de nuestro destino? -inquirió Matías, pidiendo otra cerveza.

        - Limitada es su visión, amigo. Usted podría ser amo y señor de su futuro. 

Matías lo miró con incredulidad, casi sonriendo.

        - Si se decide, lo veré pronto -dijo el hombre al tiempo de pagar las copas y dejar sobre la barra una tarjeta de presentación.

Sin mediar palabra, el tipo se puso el sombrero y salió del bar. Había dejado de llover. El cantinero avisó que el local cerraba. Matías tomó la tarjeta y salió a la calle. Hacía frío. Caminó tres cuadras hasta su departamento, analizando la extraña conversación que había tenido esa noche. ¿Mal día?, sí, claro, tal vez el peor viernes desde hacía mucho tiempo. Su novia le había dejado por un compañero de trabajo, su auto se había averiado y el cajero automático se había tragado la tarjeta de crédito. 

Cayó rendido sobre la cama y se quedó dormido con la ropa puesta. La resaca le despertó al día siguiente, exigiéndole dos aspirinas y un café cargado. Al colgar el abrigo en el armario, la tarjeta del hombre misterioso saltó a sus manos. Magnolias #23. Eso era todo. ¿Una dirección? ¿Un antro? Buscó en internet, ese monstruo que todo lo sabe.

Tomó un baño, se arregló, pidió un taxi. Eran las seis de la tarde. 

Un gran portón de madera labrada le dio la bienvenida en aquél barrio elegante. Tocó el timbre. Un hombre mayor vestido de mayordomo le abrió la puerta e indicó el camino hacia una sala de recepciones. Vaya mansión, pensó. El hombre misterioso debe ser un millonario loco...

             - Estimado amigo, me alegra verle de nuevo -afirmó el hombre, ofreciendo asiento y copa de vino al invitado-. Alfredo, eso es todo -se dirigió al mayordomo-. Hasta mañana.

             - Es una gran casa -dijo Matías, un tanto desconcertado-. ¿Herencia?

             - Podría decirse, sí. Pero póngase cómodo. En este salón pasará usted la prueba más importante de su vida. Ahora le dejo. Ahí tiene usted ese espléndido buffet de carnes, vino y quesos. Fuego en la chimenea, libros geniales en el estante. Eso sí, nada de tecnología. No la necesitará.

             - ¿De qué habla? ¡Oiga! ¡Déjeme salir! ¡Está demente!

El hombre cerró con llave la puerta del salón. Matías intentó usar su teléfono, pero la batería se había descargado por completo. Su smartwatch no funcionaba. Ignoraba lo que sucedía. 

Una voz grave le sobresaltó. ¿De dónde había salido ese hombre? Era de edad madura, bien vestido, de apariencia ecuánime. 

             - No desgaste su energía en preguntas inútiles -dijo tranquilamente-. ¿Más vino?

Matías le miraba con reserva. Estaba atrapado, eso sin duda. Decidió seguir el juego, no oponerse y, una vez relajado el ambiente, intentar huir.

             - Cosecha 1945...vaya, nunca había bebido un vino tan caro.

             - Fue un buen año, recuerdo...pero el presente siempre es mejor. ¡Salud!

El hombre bebió la copa entera, y se dirigió a la chimenea. Atizó el fuego.

             - Ella le mintió -afirmó-. No se fue con ese compañero suyo. Tuvo un amorío con él, sí, pero no fue la verdadera razón.

           - Ya lo veo...es usted uno de esos charlatanes que fingen ser videntes. Con esas estafas se habrá usted hecho rico -dijo Matías con cierta sorna.

             - Ella piensa que usted, querido amigo, es una persona mediocre, falto de chispa, de expectativas. No se lo dijo por vergüenza. ¿Cómo iba a unir su vida a un ser tan gris, cuyos negocios nunca prosperan, cuyas cuentas siempre son deudas, cuyos gustos son tan ordinarios? No lo digo yo, Matías. Ella lo pensó así.

Matías le escuchaba con atención pero sin mirarlo. Se acercó a la chimenea. el fuego crepitaba los leños. Echó la copa de vino a medias. Se quedó en silencio, aceptando con coraje cada palabra que aquél extraño le pronunciaba en nombre de Amanda, la mujer a la que había amado durante tres años. Y tenía razón. Aquél tipo, loco o no, tenía razón. No era más que un mediocre oficinista que nada le había ofrecido a Amanda, nada extraordinario, ningún viaje exótico, ni un abrigo costoso, nada de lo que cualquier mujer podía sentirse halagada y feliz. Una lágrima le corrió por la mejilla. El hombre seguía hablando como un mantra, diciendo verdad tras verdad, recordándole su pobre infancia falta de padre, sus inicios como mensajero, sus vicisitudes para terminar una carrera administrativa...

            - ¡Basta! -gritó con fuerza-. Me largo de aquí. 

           - ¿Sin una solución para su vida? -cuestionó el hombre-. Le ofrezco un último brindis, y luego se irá.

            - ¿Qué quiere de mí? -preguntó Matías, ya bordeando en la desesperación.

            - Tu alma.

Matías estuvo a punto de explotar y gritar hasta el cansancio para que le dejaran salir de allí, pero algo lo detuvo. La sola idea de que, por una sola posibilidad, toda aquella locura fuera cierta. Un hecho extraordinario en su vida, algo que le sacara del anonimato. 

            - ¿Qué ofrece? -preguntó mirando a los ojos al hombre.

            - Lo que pida usted. -respondió el hombre, extendiendo una hoja de papel y pluma.

Matías escribió algunas líneas. El hombre guardó el papel en la chaqueta y sonrió.

            - Hecho -dijo por conclusión, y desapareció.

Matías despertó en su cama y con la ropa puesta. Llevaba el abrigo de la otra noche. Metió la mano en el bolsillo, pero la tarjeta no estaba. Miró su teléfono. Era sábado, una de la tarde. La cabeza le dolía.

Salió con prisa hacia el bar. Preguntó al cantinero sobre el hombre misterioso.

            - ¿Lo recuerda? Estuvo ayer aquí sentado junto a mí. Bebimos algunas cervezas, el pagó la cuenta. Tiene una cicatriz en la mejilla.

            - Hace mucho que no le veo -afirmó el cantinero-. Pero creo, amigo, que ese es el último de sus problemas. La grúa va a llevarse su auto.

Matías volteó extrañado hacia el ventanal del bar. Una grúa estaba enganchando un auto de lujo. El cantinero le apresuró con la mirada.

Matías salió corriendo a la calle, aún sin creérselo. El señor de la grúa le pidió que pagara la multa por estacionarse en un lugar prohibido.

            - Con su teléfono puede hacerlo y en este momento suelto su coche - afirmó.

Matías abrió la aplicación de su banco, mientras se reía de él mismo en su mente, ya que no tenía más que un dólar, tal vez. La sonrisa se le borró del rostro. Un saldo estratosférico le hizo casi perder el aliento. Pagó la multa y el hombre le dio el auto. 

Con cierto temor, Matías metió la mano al otro bolsillo del abrigo. Frente a sus ojos brillaron las flamantes llaves de aquél maravilloso auto nuevo. Subió rápidamente. El motor rugió como un león en la jungla. Bajó el capote. Se sentía como un dios.

Fue directamente a casa de Amanda. Ella se asomó por la ventana al escuchar el timbre. Se quedó estupefacta al ver a Matías bajarse de aquél deportivo azul. Él le envió un mensaje, suplicándole que hablaran. Ella bajó a su encuentro.

           - Sé breve, por favor -le pidió sin dejar de mirar el auto.

           - Es mío, sí -dijo Matías, señalando el coche-. Aunque no lo creas. Eso y un futuro sin complicaciones económicas. Eso te ofrezco. Vuelve conmigo, Amanda. Yo te amo.

Amanda dudó un momento, y luego aceptó dar una vuelta en el auto para charlar.

Matías condujo hacia las afueras de la ciudad. Estaba confiado en que no volvería a ser el tipo gris que Amanda había abandonado. Y qué razón tenía. 

La emoción le hizo pisar el acelerador más de la cuenta. El auto volcó en una curva. 

La mañana siguiente, los servicios de emergencia intentaban sacar los dos cadáveres de entre los escombros. Algunos mirones se acercaron al siniestro. Un hombre con abrigo oscuro y cicatriz en el rostro observaba con atención. Sacó un papel de la chaqueta, lo rompió y echó a las cenizas del auto. Se dio media vuelta y caminó hacia la carretera, donde le esperaba una limusina negra. Detrás de él, Matías caminaba sin expresión en el rostro, vestido con un fino traje. Nada más subir, el auto se perdió en la distancia.


FIN