domingo, 12 de septiembre de 2021

#ProsaEspontánea #cuento #suspenso

El precio del alma

Liz Solórzano


Llovía a cántaros cuando los de la funeraria llegaron por Don Manuel. Amelia, el ama de llaves y fiel cuidadora del finado, abrió la puerta de la sala. El hombre yacía sobre el sillón, boca arriba, con un rictus de amargura en el pálido rostro. Los de la funeraria se santiguaron, y llevaron el cuerpo hacia la vagoneta. 

En el camino, la lluvia arreció. 

- ¿Es cierto lo que se dice del viejo, Anselmo? -preguntó el empleado más inexperto.

- Que viene de una familia maldita, eso lo creo -respondió con firmeza el hombre-. Todos han muerto solos. Mi abuelo nos contaba que el bisabuelo de éste, iba un día por la sierra, cuando se le apareció un hombre vestido de negro y con un maletín en las manos. Le ofreció la mayor fortuna a cambio de las almas de todos los descendientes. El viejo aceptó, y fue entonces que todos sus nietos y nietas fallecieron sin más. Los hijos se fueron muriendo también, y solo quedó Don Manuel, el menor de ellos, para cargar con el peso de la maldición. 

- Entonces, ¿se terminó? -cuestionó ingenuo el chico.

Un rayo cayó sobre un gran pirul. El tronco impidió el paso de la carroza, haciéndola virar como un trompo barranca abajo. Los empleados salieron disparados hacia la corriente del río, y desaparecieron entre ramas y oleadas. El féretro se deslizó hacia la orilla fangosa, quedando abierto. 

Tras varias horas sin recibir la llamada de la funeraria, Amalia se dispuso a investigar qué había sucedido. En el camino ya iban patrullas y bomberos. La lluvia había cedido paso a la profunda oscuridad del bosque. Los rayos blancos de luz de las linternas atravesaban la espesura de los pinos y pirules. 

Amalia esperaba al borde del acantilado, con las manos entrecruzadas sosteniendo un rosario, balbuceando rezos sin parar. El comandante de policía le salió al encuentro entonces, diciendo que el cuerpo de Don Manuel no estaba en el féretro.

La mujer, envuelta con un rebozo de lana, se tambaleó. Había llegado el día tan temido. El de la venganza contra el diablo.

Una patrulla la llevó a casa. El eco de sus pasos se escuchó por aquella solitaria casona victoriana llena de sombras y recuerdos. Encendió la chimenea. Mientras los pedazos de madera seca tronaban, la memoria de la mujer viajó viente años atrás, justo al día en que ella había llegado a trabajar con los Montero, recomendada por una tía. 

Recordó cómo le había impresionado tanta opulencia. Vajillas de plata, viajes al extranjero, autos de lujo, fiestas ostentosas hasta la madrugada. Los seis hijos Montero eran conocidos en el pueblo como "los ricos". 

Pero, de un momento a otro, de un año a otro, cada uno de ellos fue cayendo en raras enfermedades, delirios, locura. En veinte años habían enterrado a cinco. 

Cuando quedó solo, luego de perder a su esposa e hijo en un accidente de auto, Don Manuel se aficionó a lecturas sobre magia y ocultismo, conjuros y hechizos medievales. Viajaba constantemente a cualquier país del mundo con tal de conseguir antiquísimos ejemplares considerados como malditos. Hizo de la biblioteca un sitio de culto oscuro. Los anaqueles eran portadores de recetas mágicas y rituales paganos. A todo eso, una espeluznante colección de figuras satánicas rodeaba el enorme escritorio de ébano en donde Don Manuel pasaba días enteros, leyendo bajo la lupa aquellos tomos amarillentos y con olor a humedad.

Apenas hacía pausa para sus necesidades básicas. Comer, ir al baño, fumar su pipa, y de inmediato, volver a la obsesión que le consumía la vida poco a poco.

Los gallos del granero hicieron su acostumbrado alboroto vespertino. Amalia se había quedado dormida en el sofá. Se levantó de un tirón, también por los toques en la aldaba de la puerta.

Era el comandante Martínez, para comunicarle que habían encontrado los cuerpos de los empleados de la funeraria, pero el de Don Manuel continuaba en extravío. La mujer palideció. En sus adentros, le resultaba casi imposible creer que la hipótesis de su patrón podía estar sucediendo.

El policía notó la preocupación en el rostro de Amalia. Ella lo invitó a pasar. Sirvió café. Entonces rompió la promesa que había hecho a Don Manuel años atrás. Decidió contar lo que sabía. 

El comandante la escuchaba casi atónito. En toda su carrera, no se había encontrado con tales argumentos.

- Entonces, Amalia, ¿usted piensa que en verdad Don Manuel halló en sus libros la forma de vencer a la muerte para vengarse del diablo? -cuestionó el policía, aún sin creer en sus propias palabras.

- Don Manuel hizo un conjuro poderosísimo en el que invocó al maligno. Fue una noche de tormenta, igual a la de ayer -empezó a narrar la mujer-. Aquella noche, vine a traer la cena para el patrón. El no había comido nada en todo el día. Estuvo encerrado en este despacho a piedra y lodo. Le dejé la charola sobre el escritorio y, sin siquiera mirarme, me pidió que dejara la puerta entreabierta. Me mandó a dormir, pero a mí me extrañó su actitud, así que me quedé en el recibidor, limpiando la plata, haciendo tiempo por si él necesitaba algo. Y así fue. Poco después de la medianoche, escuché un alarido que me erizó la piel. Cuando entré al despacho, una nube de humo negro y pestilente a azufre, envolvía a Don Manuel y luego salía por la ventana. El patrón quedó desvanecido encima del escritorio. Le di una copa de whisky para reanimarlo. Cuando estuvo más calmado, me confesó que el conjuro antiguo que había hecho, había funcionado. Como te veo ahora, dijo, se apareció Satanás. 

Don Manuel lo retó. Le propuso vencer a la muerte para no tener que ofrendarle su alma a cambio de que eliminara la maldición de la familia Montero. El diablo echó una carcajada siniestra, pero aceptó la apuesta.

Entonces, Don Manuel puso en práctica lo que había leído que debía hacer. Al darle la mano al diablo para sellar el pacto, rasguñó aquella torcida mano con un abrecartas que llevaba debajo del puño de la camisa. El diablo pareció no darse cuenta, y se esfumó. Ese fue el instante en el que yo entré.

Recuerdo perfectamente haber visto el abrecartas manchado de sangre, y la sonrisa del patrón. Limpió con la lengua el filo de la hoja y tragó aquel líquido maldito. Enseguida se convulsionó, y cayó muerto. Sobre el escritorio había una carta dirigida a mí. Me explicaba que la única forma de volver de la muerte, era bebiendo la sangre del diablo.

Amalia sacó la carta de entre sus ropas y la entregó al policía, quien la escuchaba sin salir de su asombro.

- Usted puede pensar lo que guste de lo que le acabo de contar, comandante -dijo ella, sentándose frente a la chimenea-, pero Don Manuel volverá. Lo sé.

- Agradezco su confianza -advirtió el comandante, al tiempo de levantarse y encaminar a la puerta-. No tengo cierto que su testimonio pueda ser usado, usted se imagina, por la naturaleza paranormal que conlleva, pero conservaré la carta de igual modo. Estaremos en contacto. 

El comandante salió al patio seguido por Amalia. Fue entonces cuando todos los argumentos lógicos se vinieron abajo. Ahí, de pie junto a los geranios del jardín, estaba Don Manuel Montero. Se le notaba lozano y feliz. Amalia y el policía se quedaron de una pieza observándolo, en silencio.

Don Manuel caminó hacia ellos sin ninguna dificultad. Sacó su pipa del bolsillo y la encendió. 

- Supongo que ya le habrán puesto al corriente sobre mi asunto -dijo sin pudor al policía-. Pues bien, le aseguro que no está usted loco, ni soñando, comandante. Estoy vivo. Más que ayer y que nunca. Le he ganado la apuesta al diablo. He recuperado mi alma y roto la maldición de la familia Montero. En cuanto a su informe, hágame favor de indicar que sufrí un caso de catalepsia. Solo eso. Ahora, si me disculpa, necesito una ducha y un café. Que tenga buen día.

Ante el asombro del policía y la discreta sonrisa de Amalia, Don Manuel entró a su casa silbando una vieja canción.

FIN


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