viernes, 13 de noviembre de 2020

#relato #terror

 El tren de las doce

Leí por segunda vez la carta en la que se me informaba sobre el deceso de una tía hasta el momento desconocida. Sin haber más familiares, debía ir al sepelio. El tren era bastante antiguo aunque cómodo y limpio. Revisé la ruta. Quedaban dos estaciones para llegar a mi destino. Preparé el somero equipaje. El vagón estaba casi vacío. Las tres personas restantes bajaron en la siguiente estación, así que me tocó llegar en solitario hasta la terminal.

Una vieja estación me recibió entre la bruma de la mañana. El frío me calaba hasta los huesos a pesar del abrigo. Entré sin pensarlo al modesto café que sobrevivía con los pocos visitantes a tierra tan inhóspita. Las mesas estaban vacías. Un hombre con semblante adusto me atendió.

—¿Café? —preguntó sin mirarme, del otro lado de la barra.

—Por favor. Dos de azúcar —contesté apenas, con la mandíbula casi congelada.

Me senté en la barra, dejé la mochila a un lado y sin decir más, bebí con ganas el café humeante. El hombre secaba tazas y vasos en forma mecánica.

—Disculpe, ¿queda mucho para Villa Dolmen?

El hombre dejó los casos y me miró con extrañeza.

—¿Dolmen? ¿Donde están las piedras malditas? ¡Ahí ya no vive nadie! —exclamó—. Bueno, hasta antier solo quedaba la bruja, pero ha muerto.

—¿La bruja...? —repetí casi por inercia.

—Roberta, la bruja que hacía sus conjuros en las piedras. De muchos pueblos venían a verla, pero dicen en el pueblo que tenía un pacto con el diablo. Atraía personas para robarles el alma a cambio de vida eterna. Claro está que no le funcionó el dichoso pacto.

Me quedé petrificada ante las palabras del hombre. No podía creer que la tía Roberta hubiera hecho todo aquello.

Pagué el café y tomé mi mochila.

—No sé qué la lleve hasta ese sitio, pero le sugiero que no tarde en regresar a la ciudad. No hay nada bueno por esas tierras —me aconsejó el hombre—. Siga caminando por el sendero empedrado hasta la montaña. En unos veinte minutos llegará.

Salí del café con un extraño presentimiento. Aún así, seguí las indicaciones. Los rayos del sol pegaban fuerte ya sobre la sierra cuando llegué a Villa Dolmen, un diminuto pueblo montañés con apenas ocho o diez casas de piedra y tejos marrones. Los senderos estaban desiertos. En ninguna vivienda se veía luz encendida. Finalmente, en la última casa, el humo de la chimenea me indicó alguna presencia.

Justo frente a la puerta, dos enormes piedras planas con una más por encima formaban una especie de arco antiquísimo. 

Entré a la casa sin saber qué esperar. En el centro de lo que parecía un salón, el féretro cubierto con unas extrañas rosas negras y seis o siete personas de luto alrededor. Una de ellas se me acercó y me abrazó con efusión.

—Tú debes ser Marina, la sobrina nieta de nuestra querida Roberta. ¡Cuánto lo siento! Ha sido una tragedia. Ella era amiga, maestra...Eres justo como te describió. 

Me quedé sin palabras. La tía Roberta y yo nunca nos vimos. ¿Cómo podía conocerme?

—Pero pasa, pasa —la mujer me tomó del brazo y me invitó a sentarme cerca del féretro, tomó mi mochila y la colocó sobre el sofá, me ofreció una taza de lo que parecía té de algo.

Las demás personas, hombres y mujeres, me miraron de forma extraña, para continuar con sus rezos en silencio.

—Están concentrados ahora, pero son muy amables —dijo la mujer, ofreciéndome un plato con galletas—. Come, come, que vienes de lejos. No tarda en llegar el cortejo. Ahora vuelvo.

La mujer salió de la casa. Me quedé en silencio, sin saber qué hacer. Por impulso, me levanté y acerqué al féretro, con la intención de presentar mis respetos a la tía Roberta. Uno de los hombres de luto me salió al paso y lo impidió.

—Ella no quería ser vista durante la transición—murmuró viéndome a los ojos—. Son costumbres de nuestra fe. Espero que lo comprendas.

—Claro, yo solo...

La mujer entró a la casa y anunció que el tiempo había llegado. Todos se levantaron y, sin más, cargaron el féretro hacia el arco de piedra. 

Mi asombro fue tremendo al observar una pira de ramas secas justo al lado de las piedras. El féretro fue colocado por encima. Quitaron las rosas. Vaciaron un pequeño tonel de gasolina sobre la caja. 

—¡Oigan! —grité con indignación—. ¿Qué pretenden? ¡Eso no se debe...

—¡Silencio! —me advirtió la mujer de antes, con un semblante totalmente cambiado. La dureza de su mirada me atemorizó—. ¡Niña estúpida! ¡Roberta era la maestra de esta comunidad! ¡La gran bruja! ¡Los demonios la dominaron al final! 

—¿El pacto con el diablo? —dije casi sin querer, recordado al dueño del café.

—¡Gracias a eso, Roberta vivió 460 años! Pero ya no quiso darle almas al diablo y él envió a sus demonios para atormentarla...Nosotros intentamos protegerla de su mala decisión de juventud, pero no pudimos hace más...

Uno de los hombres encendió un manojo de varas.

—¡No! ¡Están locos! —grité con desesperación—. ¡Me la llevaré a la ciudad, y le daré cristiana sepultura!

—¡No entiendes nada! —vociferó la mujer, reteniéndome del brazo con inusitada fuerza—. ¡Su alma está maldita! ¡La única forma en que no se condene por toda la eternidad, es quemar su cuerpo! 

El hombre echó la llama al féretro. En cuestión de segundos, todo ardió. 

Me quedé sin palabras y sin fuerzas, observando aquella acción pagana. Después, reaccioné y lo único en que pensé fue escapar de esa pesadilla. 

Comencé a correr montaña abajo. La niebla caía rápidamente sobre el sendero.

—¡No podrás escapar! —me gritó la mujer—. ¡Roberta tomará tu cuerpo para volver, y tu alma será del diablo! ¡Ese fue el último trato!

Seguí corriendo sin parar hasta llegar a la estación. Entré de golpe al café para pedir ayuda. 

Todo era un mal sueño. Allí no había nada, ni nadie. Los muebles estaban desvencijados y rotos. El abandono parecía ser desde hacía décadas. 

Salí corriendo hasta el andén. En la pizarra se leía que el próximo tren era el de las doce. Respiré aliviada. Eran las once y cincuenta. Pronto volvería a casa y olvidaría aquella locura.

Escuché el pitido de la locomotora. Suspiré hondo. Por fin.


El tren llegó a tiempo. Subí rápidamente y me senté. El vagón estaba vacío. 

La máquina inició su marcha. Por la ventana se fue quedando atrás la estación, la montaña, la columna de humo negro que sobresalía entre los árboles. Cerré por un momento los ojos, pero me quedé dormida.

Cuando desperté, miré el reloj. Las manecillas no se habían movido de sitio. Seguían siendo las doce. Pensé que se habría dañado con la carrera en la montaña, así que no le puse importancia. Miré por la ventana, y supe que algo muy extraño ocurría. El tren no hacía parada en ninguna estación. 

El hombre de los boletos pasó a mí lado sin pedirme nada. 

—¡Oiga! ¡Perdone! ¿A qué hora llegaremos a la ciudad?

—Nunca, señorita —dijo tranquilamente—. Este tren es donde viajan eternamente las almas que el diablo cobra por sus favores. Alguien allá afuera habrá tomado ya su cuerpo, seguro. 

El hombre desapareció en la siguiente puerta sin mirar atrás. Corrí por todos los vagones buscando una salida, pero no hallé ninguna. 

No sé cómo, pero estoy segura que he viajado en este tren por siglos, y en mi reloj, siguen siendo las doce en punto.

FIN