miércoles, 30 de diciembre de 2020

#ProsaEspontánea #relato #misterio

 El fondo del lago

@lixysol

De haber pedido al universo un solo poder, habría sido el de la adivinación futura. Pero claro, ni existían esas peticiones ni a mí se me habría ocurrido, al menos, en aquel momento en que me crucé con esos ojos grandes, tristes, claros como el agua de un río veraniego. Debí haberle dicho que no en una forma contundente, tajante, determinada. Sin embargo, la cobardía me inundó por completo como la recia lluvia que cayó de un momento a otro. 

Nos habíamos encontrado por casualidad en la estación de trenes, en medio del tumulto de personas que demandaban los últimos boletos hacia diversos destinos vacacionales. Era la víspera de Navidad. Hacia mucho frío y el cielo estaba adornado siniestramente con sendos nubarrones grises. 

Hacía un año que habíamos terminado nuestro compromiso, justo en aquel día y estación. Ella pasaba por un momento depresivo por la pérdida de su hermano, único familiar restante, así que decidió irse a un retiro espiritual en las montañas. A dos semanas de la boda, en mí recayó la responsabilidad de cancelarlo todo. Fue un sentimiento extraño, como si hubiese pulsado el botón de regreso de una vieja videocasetera. 

Aún sin saber cuándo volvería a verla, nos despedimos en buenos términos entre empujones y maletazos. Recuerdo que me sonrió con nostalgia desde la ventanilla del tren. Después de eso, recibí dos cartas en donde me narraba sus progresos personales. Luego, vino el silencio total. Yo respeté su decisión de no comunicarse; pensé que necesitaría espacio y tiempo para sanar sus heridas, y que, en ese camino, yo no tenía sitio.

Conseguí un empleo como redactor en un periódico local, cercano al lugar donde ella se había marchado. No lo acepté por eso, lo confieso. El sueldo era razonable y yo tenía ganas de salir de la ciudad. De modo que, aquella víspera de Navidad, mi boleto no tenía fecha de vuelta. 

Es raro cómo se imprimen en la mente los rasgos de alguien a quien hemos amado demasiado. Si de algo estaba seguro, era de jamás poder olvidar uno solo de sus gestos, el tono de su voz y su forma de caminar. Todos mis recuerdos aparecieron de golpe frente a mí. Ella se sorprendió también. La noté recuperada, con el cabello más corto y ropa nueva. Nos quedamos mirando a los ojos por unos segundos, o habrán sido minutos, no lo sé. Creo que perdí el sentido del tiempo.

El pitido del tren nos trajo a la realidad. Entonces sonreí y le extendí la mano. Ella la estrechó un tanto tímida, pero luego me abrazó efusivamente. Pude oler su perfume de jazmines, sentir su mejilla aterciopelada, percibir su aliento sobre mi cuello. 

—¿Vienes o vas? —atiné a murmurarle al oído, extasiado en aquel abrazo.

Ella se separó de mí con sutileza. Sus ojos estaban rasos, aunque sonreía.

—¿A dónde vas tú? —preguntó—. Lo siento, no se debe contestar con otra pregunta —sonrió.

—No te preocupes—sonreí tontamente—. Me esperan en Lamont para un empleo. De hecho, comienzo hasta pasado mañana, pero no había más boletos disponibles.

—Vaya...me alegro por ti —me dijo al tiempo de tomarme la mano.

A partir de ahí, abandoné la realidad. Como dije antes, debí haberme apartado, correr hacia el tren y decirle adiós a través de la ventanilla, pero no lo hice. En su lugar, decidí cambiar al boleto para el siguiente tren que salía en dos horas. La idea era tomar un café en la estación, ponemos al día y despedirnos como dos ex parejas civilizadas. Sin embargo, al escuchar la tercera llamada del tren, ella tomó mi mano con tal ansiedad, me miró con esos ojos claros como nubes, me sonrió nerviosa y habló en ese tono suplicante, que no pude eludir. Me pidió que pasáramos dos días juntos y luego yo decidiera ir a Lemont o volver con ella a las montañas, donde pensaba alquilar una cabaña, lejos de todo y de todos.

La megafonía me nombró dos o tres veces para subir al tren, y yo no podía apartar la vista de sus ojos verdes. La tomé de la mano y corrimos a la taquilla para volver a cambiar el boleto a dos días.

Era de noche cuando llegamos a la pequeña cabaña en medio de las montañas. Al frente, un lago sereno y oscuro. Las lechuzas y los cuervos aderezaban el invernal silencio, seguramente resguardados desde algún árbol o resquicio en las piedras. O tal vez se reían de mí.

Apenas entramos a la habitación, dimos rienda suelta a tanto deseo contenido por la distancia. El tiempo se detuvo. Tal vez también mi voluntad. Solo podía verla, admirarla, procurarla. Lemont se disolvió de mi mente. Estaba dispuesto a seguirla a donde le diera la gana. 

Y eso hice. Acepté quedarme con ella en aquel paraje incomunicado. Dejé pasar el boleto de tren, el trabajo en Lemont, los planes que según yo tenía para mi futuro. Ahora no había otro futuro que ella. Ella...

—Lily—le dije al oído mientras la abrazaba frente al ventanal—. Cásate conmigo.

—¿Sabes por qué me fui hace un año? —respondió con otra pregunta, como era su costumbre. La noté ensimismada.

—Por lo de tu hermano, ¿cierto? Al retiro emocional...—intenté reubicarnos en lo que suponía nos ocupaba.

Nunca olvidaré el silencio que envolvió la escena. Ese tipo de silencio agorero, malvado, alevoso.

—No fui a ningún retiro, Marcos.

Me aparté de ella. Me abandonaron las fuerzas. Siguió hablando sin voltear. Mantuvo aquella mirada fría sobre el paisaje nevado.

—Una semana antes de nuestra despedida, conocí a un hombre por casualidad mientras buscaba tu obsequio de Navidad. Me sentía perdida en el departamento de caballeros. Él estaba mirando corbatas, y se ofreció a ayudarme. Te mentí desde ese momento, porque le dije que buscaba un regalo para mi hermano. Entre los dos escogimos una bonita bufanda de lana y unos guantes de piel. Hacía mal tiempo, y me invitó a tomar un té. Pasamos conversando toda la tarde. Como juego, pedimos decir algo inconfesable uno del otro. ¿Sabes qué fue lo que me dijo, Marcos? Que hacía dos años él y su mejor amigo habían hecho una apuesta. 

Encendí un cigarrillo. Comenzó a nevar. Eché lentamente algunos troncos a la chimenea. Tomé una frazada y la puse sobre los hombros frágiles de Lily. Serví un whisky doble y lo bebí de un sorbo.

—Resulta que la apuesta consistía en ver quién se ligaba primero a la fea secretaria del jefe. Sí, fea. Ese fue el adjetivo que Alberto usó. Dijo que en aquella época la pobre chica se peinaba como anciana y usaba unos lentes enormes y trajes pasados de moda, pero que, con una manita, podría ser atractiva. ¿Sabes qué apostaron, Marcos? Una boda. Una boda ficticia que oficiaría un actor vestido de juez. ¿Y para qué? Para ver quién de los dos sería el que dejaría abandonada a aquella chica en la noche de bodas en un lugar remoto...como este, tal vez. 

El viento lloraba entre los pinos nevados. La superficie del lago comenzaba a congelarse. Me tomé el segundo whisky.

—Te preguntarás qué harían esos dos al volver a la oficina y verse descubiertos ante la chica. Pues tenían todo planeado, porque el contrato de aquella oficina de prensa terminaría justo antes de la boda, y la pobre engañada jamás los volvería a ver. Astuto, ¿no lo crees? La dejarían aislada en aquella cabaña en medio de una tormenta invernal que le impediría buscar a su fugitivo y falso marido. 

Lily se giró lentamente. Su rostro había perdido la candidez de antes. Sus ojos estaban congelados como el lago. Se abrigó con la frazada. Me quitó el vaso y bebió el whisky de tirón. Yo la miraba sin poder articular palabra.

Sirvió dos copas de vino tinto y me ofreció una.

—Prefiero brindar con tinto, si no te importa—dijo con sarcasmo—. Por nosotros, por este bello paisaje nevado, por nuestro futuro.

Chocamos las copas. Ella bebió el Chianti como si fuera agua.

Minutos después, caí desvanecido en la sofá. Todo me daba vueltas, incluyendo el pasado y mis malas decisiones. No recuerdo más. Solo el rostro de Lily a través del humo de lo que sea que había echado al vino. Me dejaría atrapado en medio de la tormenta. Si hubiera tenido lucidez, la habría felicitado por ejecutar en forma tan limpia su ansiada venganza. No quedaba nada de la chica de anteojos y trajes deslucidos. Yo había robado su ingenuidad, y no podía resarcir mi osadía. En su lugar, había gestado un ser de ojos fríos y movimientos calculados. Ya podía estar orgulloso. 

Los humores de la droga me dejaron sin voluntad. Tal vez fue una revancha justa...no lo sé. 

Desperté con el cuerpo entumido de pies a cabeza. Mi corazón latía lentamente, como un reloj acompasado y viejo. La corriente del lago me movía de un lado a otro, hundiéndome sin piedad. Pude abrir los ojos, y apenas distinguí la ondulante imagen de Lily a través de la capa de hielo que se formaba con rapidez. 

Nada pude hacer, sino soñar con aquellos ojos claros. ¡Lo siento, Lily! ¡Lo siento...!


sábado, 26 de diciembre de 2020

#ProsaEspontánea #relato #drama

Uvas amargas

@lixysol

Era una casa llena de sombras y nostalgias. Un halo de misterio y dulce decadencia envolvía cada una de las habitaciones y patios. Los ecos de fiestas pretéritas, con sus risas y bailes, resonaban al compás del viejo reloj de péndulo, cuyas precisas campanadas disolvían la barrera entre sueño y realidad.

Las diez. Entre las altas sombras proyectadas sobre la escalera de parquet, el mayordomo y único asistente de la dueña, apareció con una charolilla de plata pulida. Un servicio de té y pastillas —el cotidiano— estaba dispuesto con esmero.

Elena sirvió su té casi en forma mecánica. Ingirió las tres píldoras y se sentó en el sofá de un antaño rojo bermellón aterciopelado. 

—Hasta mañana, señora. Que descanse —Mario se despidió sin esperar respuesta. Estaba acostumbrado a los silencios.

Ella se quedó dormida sin ninguna resistencia. Lo último que pensaba era que la medicina estaba hecha para ello, así que se dejaba hacer. El psiquiatra le insistía en enfrentar a sus demonios, pero Elena prefería sacarles la vuelta, viajar con la mente a sus glorias pasadas, a sus amores intrépidos, a la vida adolescente en aquel lejano viñedo en el que se había criado con sus abuelos maternos. Ahí, entre surcos y aspersores, saboreaba los besos de Toni, su primer amor. Eso hasta que el abuelo los sorprendió y prohibió al chico acercarse de nuevo. Elena decidió entonces que buscaría su propio destino, y escapó esa misma noche hacia la ciudad. 

Los rascacielos y los autos le dejaron embobada. Con dieciséis años y una pequeña valija de cuero entre las manos, recorrió sin rumbo el centro turístico. Un cartel en algún restaurante le hizo solicitar un empleo del que no tenía idea, pero que consiguió en un pestañeo. 

Cuatro meses fue camarera aquella chica de ojos verdes y cabello castaño. Un cliente asiduo, director de cine, la invitó a una prueba para un personaje secundario de la película que filmaba. Contra los pronósticos, Elena dio muestra de su capacidad histriónica y consiguió el papel principal. De la noche a la mañana, su nombre relucía en marquesinas y autobuses. 

Seis años después, no podía salir a la calle sin que alguien la reconociera, le pidiera un autógrafo o una fotografía. Se comprometió con su pareja cinematográfica, el galán de moda. La vida no podía ser mejor, o eso creía.

Ese mismo otoño, el prometido le fue infiel con otra actriz principiante. La noticia dio vuelta a las principales ciudades, mientras Elena caía en una profunda depresión que la llevó al psiquiatra. Tres matrimonios fallidos, el diagnóstico de no poder ser madre y el paso inexorable del tiempo la hundió poco a poco en la soledad, hasta terminar todas las noches en aquel sillón rojo, aturdida con pastillas y recuerdos. 

Las campanadas del reloj dando las siete la trajeron a la realidad. Tambaleante, caminó a la cocina. Mario ya le había servido el desayuno.

—¿Los periódicos? —preguntó Elena, molesta.

—Señora, hoy no debería leerlos —advirtió el mayordomo en tono indulgente—. Coma algo, le preparé las crepas que le gustan.

—¡Los periódicos! —exclamó ella sin miramientos.

Mario acercó tres ejemplares a la mesa y se retiró.

Apenas posó la vista en los titulares, la actriz comenzó a llorar amargamente. El amor de su vida y quien le había hecho sufrir tanto, se casaba por sexta vez con una joven cantante.

Tomó con rabia el periódico, agitando todas las hojas. Cayó al piso un sobre blanco, etiquetado para ella. Mario no había tenido valor de dárselo en persona.

—¡Y me invita! —gritó al infinito—. ¡El muy imbécil me envía la invitación a su sexta boda! ¡Idiota sería yo si fuera! 

Sacó una botella de whisky de la alacena y echó un poco al café. 

—¿Sabes qué, Armando? ¡Iré! ¡Me voy a plantar en la iglesia y te echaré abajo el teatro! ¡Soy actriz! ¡Y de las buenas!

Unas horas después, Elena entraba a la ceremonia ataviada con un elegante vestido. Intentó ignorar las miradas de algunos invitados. Se sentó en su sitio y aguardó el momento para atacar, como una depredadora felina ante la manada de zebras.

La sangre que le hervía desde hacía treinta años se convirtió en agua tibia cuando la novia entró a la iglesia. El padre orgulloso que la llevaba del brazo era Toni, el chico del primer beso entre los viñedos.

Elena se mantuvo ecuánime durante toda la ceremonia. Sentía el corazón batiente y tierno, como si volviera a tener dieciséis. Al final, hasta se acercó a felicitar a Armando. 

Entre el tumulto de invitados despidiendo a los novios, Elena escuchó una conocida voz al oído.

—¿Te permitirá tu abuelo ahora salir con un viudo que aún cultiva uvas sin dejar de pensar en ti?

FIN


viernes, 25 de diciembre de 2020

#MismoInicioDiferenteFinal #relato #terror #misterio

Días de oscuridad

Por: @lixysol

Para el reto #MismoInicioDiferenteFinal 

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La luna brillaba esplendorosa en aquella noche invernal. Los dos se miraron, preguntándose qué hacer ante el panorama que se les presentaba. Frente a ellos, la ciudad completamente en tinieblas. Solo las pinceladas de luz plateada de la luna dejaban ver resquicios de la realidad. 

Marisa y Fernando hacían sobremesa en el balcón, consumiendo con rapidez la última botella de merlot. La cena por su segundo aniversario había transcurrido casi en silencio y bajo la fúnebre luz de una vela de emergencia. 

—Espero que restablezcan pronto la electricidad—murmuró Marisa mientras encendía un cigarrillo—. Esta oscuridad me pone nerviosa.

—No es la oscuridad lo que te tiene así—replicó él, sirviéndose el residuo de vino—. Yo también estoy inquieto, pero no te preocupes. Todo saldrá como lo planeamos. 

Marisa echó una profunda bocanada de humo. Intentaba creer en las palabras de su esposo, pero le resultaba difícil. Lo que habían hecho era grave. 

—Muy grave. Es muy grave...—dijo en voz baja.

—Ya no le des más vueltas. En cuanto llegue la luz lo sacamos en el bote grande de basura, y adiós —afirmó Fernando.

—¿Por qué tuvo que ser el portero precisamente? Todos notarán su ausencia...sobre todo la del 2B. Esa mujer intrigosa y entrometida...no podré verle a los ojos.

Fernando tomó de los hombros a su mujer, mirándola fijamente.

—Escucha, no dejes que te traicionen los nervios. Ese tipo intentaba lastimarte cuando llegué. Eso por fortuna, o quién sabe con qué escena me habría encontrado de tardarme un poco más. 

—Tú solo le golpeaste, fui yo la que...

—¡Calla! —advirtió Fernando—. Quedamos en que seguiríamos nuestra vida normal. Ya han pasado dos días, y el cuento de las vacaciones del portero ha colado. Ahora todo es conservar la ecuanimidad, ¿está bien?

Marisa entró al salón. Se quedó pensativa.

—¿Y si aprovechamos la oscuridad? Es día festivo y no hay nadie en el edificio, excepto la del 2B. Si nos espía, verá a un matrimonio feliz sacando la basura. ¿Qué dices?

Fernando cerró la puerta del balcón y se dirigió sin pausa hacia el cuarto de servicio. Abrió la tapa del refrigerador de carnes y, tomando aire, sacó un gran bulto congelado, lo envolvió en plástico y lo echó al bote de basura. 

—Y qué bueno que tiene rueditas esta cosa, que si no, cómo lo llevaríamos...

Marisa ayudó a su esposo a bajar el bote. En el segundo piso, un ojo inquisidor parpadeó a través de la mirilla de cristal. Los enamorados se besaron con pasión en el descanso de la escalera hasta cerciorarse de que el ojo se había ido. Luego siguieron con la sinfonía de golpeteos hasta la puerta de servicio. 

El camión recolector de basura llegó en ese instante, casi como un cancerbero moderno, en medio de la negritud nocturna. La pareja aprovechó para echar rápidamente el bulto al contenedor de reciclaje justo antes de que fuera volcado al camión. Ambos se quedaron mirando la escena desde las sombras, intentando dejar salir el suspiro de alivio que tanto necesitaban, pero la tensión era tremenda. 

El vehículo se alejó por la calle. Sus intermitentes parecían ojos bermellones, únicos testigos de lo ocurrido.

Marisa y Fernando subieron escalón por escalón, despacio y en silencio. Al pasar por el 2B, la vecina les salió al paso.

—¿Ya no alcancé el camión? —preguntó con tono sarcástico, sosteniendo en las manos dos bolsitas plásticas.

—No, lo siento—contestó Fernando con sonrisa fingida.

—Vaya golpeteo el que traían, ¿eh? Al menos ochenta kilos de basura llevaban...¿o serían noventa?...

Marisa y Fernando se miraron de reojo. Sin decir palabra, cercaron a la vecina hasta hacerla entrar en el apartamento.

—Después de todo, tal vez sí alcance usted el camión—afirmó Marisa, al tiempo que llegaba la electricidad.

FIN