miércoles, 30 de diciembre de 2020

#ProsaEspontánea #relato #misterio

 El fondo del lago

@lixysol

De haber pedido al universo un solo poder, habría sido el de la adivinación futura. Pero claro, ni existían esas peticiones ni a mí se me habría ocurrido, al menos, en aquel momento en que me crucé con esos ojos grandes, tristes, claros como el agua de un río veraniego. Debí haberle dicho que no en una forma contundente, tajante, determinada. Sin embargo, la cobardía me inundó por completo como la recia lluvia que cayó de un momento a otro. 

Nos habíamos encontrado por casualidad en la estación de trenes, en medio del tumulto de personas que demandaban los últimos boletos hacia diversos destinos vacacionales. Era la víspera de Navidad. Hacia mucho frío y el cielo estaba adornado siniestramente con sendos nubarrones grises. 

Hacía un año que habíamos terminado nuestro compromiso, justo en aquel día y estación. Ella pasaba por un momento depresivo por la pérdida de su hermano, único familiar restante, así que decidió irse a un retiro espiritual en las montañas. A dos semanas de la boda, en mí recayó la responsabilidad de cancelarlo todo. Fue un sentimiento extraño, como si hubiese pulsado el botón de regreso de una vieja videocasetera. 

Aún sin saber cuándo volvería a verla, nos despedimos en buenos términos entre empujones y maletazos. Recuerdo que me sonrió con nostalgia desde la ventanilla del tren. Después de eso, recibí dos cartas en donde me narraba sus progresos personales. Luego, vino el silencio total. Yo respeté su decisión de no comunicarse; pensé que necesitaría espacio y tiempo para sanar sus heridas, y que, en ese camino, yo no tenía sitio.

Conseguí un empleo como redactor en un periódico local, cercano al lugar donde ella se había marchado. No lo acepté por eso, lo confieso. El sueldo era razonable y yo tenía ganas de salir de la ciudad. De modo que, aquella víspera de Navidad, mi boleto no tenía fecha de vuelta. 

Es raro cómo se imprimen en la mente los rasgos de alguien a quien hemos amado demasiado. Si de algo estaba seguro, era de jamás poder olvidar uno solo de sus gestos, el tono de su voz y su forma de caminar. Todos mis recuerdos aparecieron de golpe frente a mí. Ella se sorprendió también. La noté recuperada, con el cabello más corto y ropa nueva. Nos quedamos mirando a los ojos por unos segundos, o habrán sido minutos, no lo sé. Creo que perdí el sentido del tiempo.

El pitido del tren nos trajo a la realidad. Entonces sonreí y le extendí la mano. Ella la estrechó un tanto tímida, pero luego me abrazó efusivamente. Pude oler su perfume de jazmines, sentir su mejilla aterciopelada, percibir su aliento sobre mi cuello. 

—¿Vienes o vas? —atiné a murmurarle al oído, extasiado en aquel abrazo.

Ella se separó de mí con sutileza. Sus ojos estaban rasos, aunque sonreía.

—¿A dónde vas tú? —preguntó—. Lo siento, no se debe contestar con otra pregunta —sonrió.

—No te preocupes—sonreí tontamente—. Me esperan en Lamont para un empleo. De hecho, comienzo hasta pasado mañana, pero no había más boletos disponibles.

—Vaya...me alegro por ti —me dijo al tiempo de tomarme la mano.

A partir de ahí, abandoné la realidad. Como dije antes, debí haberme apartado, correr hacia el tren y decirle adiós a través de la ventanilla, pero no lo hice. En su lugar, decidí cambiar al boleto para el siguiente tren que salía en dos horas. La idea era tomar un café en la estación, ponemos al día y despedirnos como dos ex parejas civilizadas. Sin embargo, al escuchar la tercera llamada del tren, ella tomó mi mano con tal ansiedad, me miró con esos ojos claros como nubes, me sonrió nerviosa y habló en ese tono suplicante, que no pude eludir. Me pidió que pasáramos dos días juntos y luego yo decidiera ir a Lemont o volver con ella a las montañas, donde pensaba alquilar una cabaña, lejos de todo y de todos.

La megafonía me nombró dos o tres veces para subir al tren, y yo no podía apartar la vista de sus ojos verdes. La tomé de la mano y corrimos a la taquilla para volver a cambiar el boleto a dos días.

Era de noche cuando llegamos a la pequeña cabaña en medio de las montañas. Al frente, un lago sereno y oscuro. Las lechuzas y los cuervos aderezaban el invernal silencio, seguramente resguardados desde algún árbol o resquicio en las piedras. O tal vez se reían de mí.

Apenas entramos a la habitación, dimos rienda suelta a tanto deseo contenido por la distancia. El tiempo se detuvo. Tal vez también mi voluntad. Solo podía verla, admirarla, procurarla. Lemont se disolvió de mi mente. Estaba dispuesto a seguirla a donde le diera la gana. 

Y eso hice. Acepté quedarme con ella en aquel paraje incomunicado. Dejé pasar el boleto de tren, el trabajo en Lemont, los planes que según yo tenía para mi futuro. Ahora no había otro futuro que ella. Ella...

—Lily—le dije al oído mientras la abrazaba frente al ventanal—. Cásate conmigo.

—¿Sabes por qué me fui hace un año? —respondió con otra pregunta, como era su costumbre. La noté ensimismada.

—Por lo de tu hermano, ¿cierto? Al retiro emocional...—intenté reubicarnos en lo que suponía nos ocupaba.

Nunca olvidaré el silencio que envolvió la escena. Ese tipo de silencio agorero, malvado, alevoso.

—No fui a ningún retiro, Marcos.

Me aparté de ella. Me abandonaron las fuerzas. Siguió hablando sin voltear. Mantuvo aquella mirada fría sobre el paisaje nevado.

—Una semana antes de nuestra despedida, conocí a un hombre por casualidad mientras buscaba tu obsequio de Navidad. Me sentía perdida en el departamento de caballeros. Él estaba mirando corbatas, y se ofreció a ayudarme. Te mentí desde ese momento, porque le dije que buscaba un regalo para mi hermano. Entre los dos escogimos una bonita bufanda de lana y unos guantes de piel. Hacía mal tiempo, y me invitó a tomar un té. Pasamos conversando toda la tarde. Como juego, pedimos decir algo inconfesable uno del otro. ¿Sabes qué fue lo que me dijo, Marcos? Que hacía dos años él y su mejor amigo habían hecho una apuesta. 

Encendí un cigarrillo. Comenzó a nevar. Eché lentamente algunos troncos a la chimenea. Tomé una frazada y la puse sobre los hombros frágiles de Lily. Serví un whisky doble y lo bebí de un sorbo.

—Resulta que la apuesta consistía en ver quién se ligaba primero a la fea secretaria del jefe. Sí, fea. Ese fue el adjetivo que Alberto usó. Dijo que en aquella época la pobre chica se peinaba como anciana y usaba unos lentes enormes y trajes pasados de moda, pero que, con una manita, podría ser atractiva. ¿Sabes qué apostaron, Marcos? Una boda. Una boda ficticia que oficiaría un actor vestido de juez. ¿Y para qué? Para ver quién de los dos sería el que dejaría abandonada a aquella chica en la noche de bodas en un lugar remoto...como este, tal vez. 

El viento lloraba entre los pinos nevados. La superficie del lago comenzaba a congelarse. Me tomé el segundo whisky.

—Te preguntarás qué harían esos dos al volver a la oficina y verse descubiertos ante la chica. Pues tenían todo planeado, porque el contrato de aquella oficina de prensa terminaría justo antes de la boda, y la pobre engañada jamás los volvería a ver. Astuto, ¿no lo crees? La dejarían aislada en aquella cabaña en medio de una tormenta invernal que le impediría buscar a su fugitivo y falso marido. 

Lily se giró lentamente. Su rostro había perdido la candidez de antes. Sus ojos estaban congelados como el lago. Se abrigó con la frazada. Me quitó el vaso y bebió el whisky de tirón. Yo la miraba sin poder articular palabra.

Sirvió dos copas de vino tinto y me ofreció una.

—Prefiero brindar con tinto, si no te importa—dijo con sarcasmo—. Por nosotros, por este bello paisaje nevado, por nuestro futuro.

Chocamos las copas. Ella bebió el Chianti como si fuera agua.

Minutos después, caí desvanecido en la sofá. Todo me daba vueltas, incluyendo el pasado y mis malas decisiones. No recuerdo más. Solo el rostro de Lily a través del humo de lo que sea que había echado al vino. Me dejaría atrapado en medio de la tormenta. Si hubiera tenido lucidez, la habría felicitado por ejecutar en forma tan limpia su ansiada venganza. No quedaba nada de la chica de anteojos y trajes deslucidos. Yo había robado su ingenuidad, y no podía resarcir mi osadía. En su lugar, había gestado un ser de ojos fríos y movimientos calculados. Ya podía estar orgulloso. 

Los humores de la droga me dejaron sin voluntad. Tal vez fue una revancha justa...no lo sé. 

Desperté con el cuerpo entumido de pies a cabeza. Mi corazón latía lentamente, como un reloj acompasado y viejo. La corriente del lago me movía de un lado a otro, hundiéndome sin piedad. Pude abrir los ojos, y apenas distinguí la ondulante imagen de Lily a través de la capa de hielo que se formaba con rapidez. 

Nada pude hacer, sino soñar con aquellos ojos claros. ¡Lo siento, Lily! ¡Lo siento...!


sábado, 26 de diciembre de 2020

#ProsaEspontánea #relato #drama

Uvas amargas

@lixysol

Era una casa llena de sombras y nostalgias. Un halo de misterio y dulce decadencia envolvía cada una de las habitaciones y patios. Los ecos de fiestas pretéritas, con sus risas y bailes, resonaban al compás del viejo reloj de péndulo, cuyas precisas campanadas disolvían la barrera entre sueño y realidad.

Las diez. Entre las altas sombras proyectadas sobre la escalera de parquet, el mayordomo y único asistente de la dueña, apareció con una charolilla de plata pulida. Un servicio de té y pastillas —el cotidiano— estaba dispuesto con esmero.

Elena sirvió su té casi en forma mecánica. Ingirió las tres píldoras y se sentó en el sofá de un antaño rojo bermellón aterciopelado. 

—Hasta mañana, señora. Que descanse —Mario se despidió sin esperar respuesta. Estaba acostumbrado a los silencios.

Ella se quedó dormida sin ninguna resistencia. Lo último que pensaba era que la medicina estaba hecha para ello, así que se dejaba hacer. El psiquiatra le insistía en enfrentar a sus demonios, pero Elena prefería sacarles la vuelta, viajar con la mente a sus glorias pasadas, a sus amores intrépidos, a la vida adolescente en aquel lejano viñedo en el que se había criado con sus abuelos maternos. Ahí, entre surcos y aspersores, saboreaba los besos de Toni, su primer amor. Eso hasta que el abuelo los sorprendió y prohibió al chico acercarse de nuevo. Elena decidió entonces que buscaría su propio destino, y escapó esa misma noche hacia la ciudad. 

Los rascacielos y los autos le dejaron embobada. Con dieciséis años y una pequeña valija de cuero entre las manos, recorrió sin rumbo el centro turístico. Un cartel en algún restaurante le hizo solicitar un empleo del que no tenía idea, pero que consiguió en un pestañeo. 

Cuatro meses fue camarera aquella chica de ojos verdes y cabello castaño. Un cliente asiduo, director de cine, la invitó a una prueba para un personaje secundario de la película que filmaba. Contra los pronósticos, Elena dio muestra de su capacidad histriónica y consiguió el papel principal. De la noche a la mañana, su nombre relucía en marquesinas y autobuses. 

Seis años después, no podía salir a la calle sin que alguien la reconociera, le pidiera un autógrafo o una fotografía. Se comprometió con su pareja cinematográfica, el galán de moda. La vida no podía ser mejor, o eso creía.

Ese mismo otoño, el prometido le fue infiel con otra actriz principiante. La noticia dio vuelta a las principales ciudades, mientras Elena caía en una profunda depresión que la llevó al psiquiatra. Tres matrimonios fallidos, el diagnóstico de no poder ser madre y el paso inexorable del tiempo la hundió poco a poco en la soledad, hasta terminar todas las noches en aquel sillón rojo, aturdida con pastillas y recuerdos. 

Las campanadas del reloj dando las siete la trajeron a la realidad. Tambaleante, caminó a la cocina. Mario ya le había servido el desayuno.

—¿Los periódicos? —preguntó Elena, molesta.

—Señora, hoy no debería leerlos —advirtió el mayordomo en tono indulgente—. Coma algo, le preparé las crepas que le gustan.

—¡Los periódicos! —exclamó ella sin miramientos.

Mario acercó tres ejemplares a la mesa y se retiró.

Apenas posó la vista en los titulares, la actriz comenzó a llorar amargamente. El amor de su vida y quien le había hecho sufrir tanto, se casaba por sexta vez con una joven cantante.

Tomó con rabia el periódico, agitando todas las hojas. Cayó al piso un sobre blanco, etiquetado para ella. Mario no había tenido valor de dárselo en persona.

—¡Y me invita! —gritó al infinito—. ¡El muy imbécil me envía la invitación a su sexta boda! ¡Idiota sería yo si fuera! 

Sacó una botella de whisky de la alacena y echó un poco al café. 

—¿Sabes qué, Armando? ¡Iré! ¡Me voy a plantar en la iglesia y te echaré abajo el teatro! ¡Soy actriz! ¡Y de las buenas!

Unas horas después, Elena entraba a la ceremonia ataviada con un elegante vestido. Intentó ignorar las miradas de algunos invitados. Se sentó en su sitio y aguardó el momento para atacar, como una depredadora felina ante la manada de zebras.

La sangre que le hervía desde hacía treinta años se convirtió en agua tibia cuando la novia entró a la iglesia. El padre orgulloso que la llevaba del brazo era Toni, el chico del primer beso entre los viñedos.

Elena se mantuvo ecuánime durante toda la ceremonia. Sentía el corazón batiente y tierno, como si volviera a tener dieciséis. Al final, hasta se acercó a felicitar a Armando. 

Entre el tumulto de invitados despidiendo a los novios, Elena escuchó una conocida voz al oído.

—¿Te permitirá tu abuelo ahora salir con un viudo que aún cultiva uvas sin dejar de pensar en ti?

FIN


viernes, 25 de diciembre de 2020

#MismoInicioDiferenteFinal #relato #terror #misterio

Días de oscuridad

Por: @lixysol

Para el reto #MismoInicioDiferenteFinal 

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La luna brillaba esplendorosa en aquella noche invernal. Los dos se miraron, preguntándose qué hacer ante el panorama que se les presentaba. Frente a ellos, la ciudad completamente en tinieblas. Solo las pinceladas de luz plateada de la luna dejaban ver resquicios de la realidad. 

Marisa y Fernando hacían sobremesa en el balcón, consumiendo con rapidez la última botella de merlot. La cena por su segundo aniversario había transcurrido casi en silencio y bajo la fúnebre luz de una vela de emergencia. 

—Espero que restablezcan pronto la electricidad—murmuró Marisa mientras encendía un cigarrillo—. Esta oscuridad me pone nerviosa.

—No es la oscuridad lo que te tiene así—replicó él, sirviéndose el residuo de vino—. Yo también estoy inquieto, pero no te preocupes. Todo saldrá como lo planeamos. 

Marisa echó una profunda bocanada de humo. Intentaba creer en las palabras de su esposo, pero le resultaba difícil. Lo que habían hecho era grave. 

—Muy grave. Es muy grave...—dijo en voz baja.

—Ya no le des más vueltas. En cuanto llegue la luz lo sacamos en el bote grande de basura, y adiós —afirmó Fernando.

—¿Por qué tuvo que ser el portero precisamente? Todos notarán su ausencia...sobre todo la del 2B. Esa mujer intrigosa y entrometida...no podré verle a los ojos.

Fernando tomó de los hombros a su mujer, mirándola fijamente.

—Escucha, no dejes que te traicionen los nervios. Ese tipo intentaba lastimarte cuando llegué. Eso por fortuna, o quién sabe con qué escena me habría encontrado de tardarme un poco más. 

—Tú solo le golpeaste, fui yo la que...

—¡Calla! —advirtió Fernando—. Quedamos en que seguiríamos nuestra vida normal. Ya han pasado dos días, y el cuento de las vacaciones del portero ha colado. Ahora todo es conservar la ecuanimidad, ¿está bien?

Marisa entró al salón. Se quedó pensativa.

—¿Y si aprovechamos la oscuridad? Es día festivo y no hay nadie en el edificio, excepto la del 2B. Si nos espía, verá a un matrimonio feliz sacando la basura. ¿Qué dices?

Fernando cerró la puerta del balcón y se dirigió sin pausa hacia el cuarto de servicio. Abrió la tapa del refrigerador de carnes y, tomando aire, sacó un gran bulto congelado, lo envolvió en plástico y lo echó al bote de basura. 

—Y qué bueno que tiene rueditas esta cosa, que si no, cómo lo llevaríamos...

Marisa ayudó a su esposo a bajar el bote. En el segundo piso, un ojo inquisidor parpadeó a través de la mirilla de cristal. Los enamorados se besaron con pasión en el descanso de la escalera hasta cerciorarse de que el ojo se había ido. Luego siguieron con la sinfonía de golpeteos hasta la puerta de servicio. 

El camión recolector de basura llegó en ese instante, casi como un cancerbero moderno, en medio de la negritud nocturna. La pareja aprovechó para echar rápidamente el bulto al contenedor de reciclaje justo antes de que fuera volcado al camión. Ambos se quedaron mirando la escena desde las sombras, intentando dejar salir el suspiro de alivio que tanto necesitaban, pero la tensión era tremenda. 

El vehículo se alejó por la calle. Sus intermitentes parecían ojos bermellones, únicos testigos de lo ocurrido.

Marisa y Fernando subieron escalón por escalón, despacio y en silencio. Al pasar por el 2B, la vecina les salió al paso.

—¿Ya no alcancé el camión? —preguntó con tono sarcástico, sosteniendo en las manos dos bolsitas plásticas.

—No, lo siento—contestó Fernando con sonrisa fingida.

—Vaya golpeteo el que traían, ¿eh? Al menos ochenta kilos de basura llevaban...¿o serían noventa?...

Marisa y Fernando se miraron de reojo. Sin decir palabra, cercaron a la vecina hasta hacerla entrar en el apartamento.

—Después de todo, tal vez sí alcance usted el camión—afirmó Marisa, al tiempo que llegaba la electricidad.

FIN



viernes, 13 de noviembre de 2020

#relato #terror

 El tren de las doce

Leí por segunda vez la carta en la que se me informaba sobre el deceso de una tía hasta el momento desconocida. Sin haber más familiares, debía ir al sepelio. El tren era bastante antiguo aunque cómodo y limpio. Revisé la ruta. Quedaban dos estaciones para llegar a mi destino. Preparé el somero equipaje. El vagón estaba casi vacío. Las tres personas restantes bajaron en la siguiente estación, así que me tocó llegar en solitario hasta la terminal.

Una vieja estación me recibió entre la bruma de la mañana. El frío me calaba hasta los huesos a pesar del abrigo. Entré sin pensarlo al modesto café que sobrevivía con los pocos visitantes a tierra tan inhóspita. Las mesas estaban vacías. Un hombre con semblante adusto me atendió.

—¿Café? —preguntó sin mirarme, del otro lado de la barra.

—Por favor. Dos de azúcar —contesté apenas, con la mandíbula casi congelada.

Me senté en la barra, dejé la mochila a un lado y sin decir más, bebí con ganas el café humeante. El hombre secaba tazas y vasos en forma mecánica.

—Disculpe, ¿queda mucho para Villa Dolmen?

El hombre dejó los casos y me miró con extrañeza.

—¿Dolmen? ¿Donde están las piedras malditas? ¡Ahí ya no vive nadie! —exclamó—. Bueno, hasta antier solo quedaba la bruja, pero ha muerto.

—¿La bruja...? —repetí casi por inercia.

—Roberta, la bruja que hacía sus conjuros en las piedras. De muchos pueblos venían a verla, pero dicen en el pueblo que tenía un pacto con el diablo. Atraía personas para robarles el alma a cambio de vida eterna. Claro está que no le funcionó el dichoso pacto.

Me quedé petrificada ante las palabras del hombre. No podía creer que la tía Roberta hubiera hecho todo aquello.

Pagué el café y tomé mi mochila.

—No sé qué la lleve hasta ese sitio, pero le sugiero que no tarde en regresar a la ciudad. No hay nada bueno por esas tierras —me aconsejó el hombre—. Siga caminando por el sendero empedrado hasta la montaña. En unos veinte minutos llegará.

Salí del café con un extraño presentimiento. Aún así, seguí las indicaciones. Los rayos del sol pegaban fuerte ya sobre la sierra cuando llegué a Villa Dolmen, un diminuto pueblo montañés con apenas ocho o diez casas de piedra y tejos marrones. Los senderos estaban desiertos. En ninguna vivienda se veía luz encendida. Finalmente, en la última casa, el humo de la chimenea me indicó alguna presencia.

Justo frente a la puerta, dos enormes piedras planas con una más por encima formaban una especie de arco antiquísimo. 

Entré a la casa sin saber qué esperar. En el centro de lo que parecía un salón, el féretro cubierto con unas extrañas rosas negras y seis o siete personas de luto alrededor. Una de ellas se me acercó y me abrazó con efusión.

—Tú debes ser Marina, la sobrina nieta de nuestra querida Roberta. ¡Cuánto lo siento! Ha sido una tragedia. Ella era amiga, maestra...Eres justo como te describió. 

Me quedé sin palabras. La tía Roberta y yo nunca nos vimos. ¿Cómo podía conocerme?

—Pero pasa, pasa —la mujer me tomó del brazo y me invitó a sentarme cerca del féretro, tomó mi mochila y la colocó sobre el sofá, me ofreció una taza de lo que parecía té de algo.

Las demás personas, hombres y mujeres, me miraron de forma extraña, para continuar con sus rezos en silencio.

—Están concentrados ahora, pero son muy amables —dijo la mujer, ofreciéndome un plato con galletas—. Come, come, que vienes de lejos. No tarda en llegar el cortejo. Ahora vuelvo.

La mujer salió de la casa. Me quedé en silencio, sin saber qué hacer. Por impulso, me levanté y acerqué al féretro, con la intención de presentar mis respetos a la tía Roberta. Uno de los hombres de luto me salió al paso y lo impidió.

—Ella no quería ser vista durante la transición—murmuró viéndome a los ojos—. Son costumbres de nuestra fe. Espero que lo comprendas.

—Claro, yo solo...

La mujer entró a la casa y anunció que el tiempo había llegado. Todos se levantaron y, sin más, cargaron el féretro hacia el arco de piedra. 

Mi asombro fue tremendo al observar una pira de ramas secas justo al lado de las piedras. El féretro fue colocado por encima. Quitaron las rosas. Vaciaron un pequeño tonel de gasolina sobre la caja. 

—¡Oigan! —grité con indignación—. ¿Qué pretenden? ¡Eso no se debe...

—¡Silencio! —me advirtió la mujer de antes, con un semblante totalmente cambiado. La dureza de su mirada me atemorizó—. ¡Niña estúpida! ¡Roberta era la maestra de esta comunidad! ¡La gran bruja! ¡Los demonios la dominaron al final! 

—¿El pacto con el diablo? —dije casi sin querer, recordado al dueño del café.

—¡Gracias a eso, Roberta vivió 460 años! Pero ya no quiso darle almas al diablo y él envió a sus demonios para atormentarla...Nosotros intentamos protegerla de su mala decisión de juventud, pero no pudimos hace más...

Uno de los hombres encendió un manojo de varas.

—¡No! ¡Están locos! —grité con desesperación—. ¡Me la llevaré a la ciudad, y le daré cristiana sepultura!

—¡No entiendes nada! —vociferó la mujer, reteniéndome del brazo con inusitada fuerza—. ¡Su alma está maldita! ¡La única forma en que no se condene por toda la eternidad, es quemar su cuerpo! 

El hombre echó la llama al féretro. En cuestión de segundos, todo ardió. 

Me quedé sin palabras y sin fuerzas, observando aquella acción pagana. Después, reaccioné y lo único en que pensé fue escapar de esa pesadilla. 

Comencé a correr montaña abajo. La niebla caía rápidamente sobre el sendero.

—¡No podrás escapar! —me gritó la mujer—. ¡Roberta tomará tu cuerpo para volver, y tu alma será del diablo! ¡Ese fue el último trato!

Seguí corriendo sin parar hasta llegar a la estación. Entré de golpe al café para pedir ayuda. 

Todo era un mal sueño. Allí no había nada, ni nadie. Los muebles estaban desvencijados y rotos. El abandono parecía ser desde hacía décadas. 

Salí corriendo hasta el andén. En la pizarra se leía que el próximo tren era el de las doce. Respiré aliviada. Eran las once y cincuenta. Pronto volvería a casa y olvidaría aquella locura.

Escuché el pitido de la locomotora. Suspiré hondo. Por fin.


El tren llegó a tiempo. Subí rápidamente y me senté. El vagón estaba vacío. 

La máquina inició su marcha. Por la ventana se fue quedando atrás la estación, la montaña, la columna de humo negro que sobresalía entre los árboles. Cerré por un momento los ojos, pero me quedé dormida.

Cuando desperté, miré el reloj. Las manecillas no se habían movido de sitio. Seguían siendo las doce. Pensé que se habría dañado con la carrera en la montaña, así que no le puse importancia. Miré por la ventana, y supe que algo muy extraño ocurría. El tren no hacía parada en ninguna estación. 

El hombre de los boletos pasó a mí lado sin pedirme nada. 

—¡Oiga! ¡Perdone! ¿A qué hora llegaremos a la ciudad?

—Nunca, señorita —dijo tranquilamente—. Este tren es donde viajan eternamente las almas que el diablo cobra por sus favores. Alguien allá afuera habrá tomado ya su cuerpo, seguro. 

El hombre desapareció en la siguiente puerta sin mirar atrás. Corrí por todos los vagones buscando una salida, pero no hallé ninguna. 

No sé cómo, pero estoy segura que he viajado en este tren por siglos, y en mi reloj, siguen siendo las doce en punto.

FIN


miércoles, 10 de junio de 2020

#MismoInicioDiferenteFinal

Vidas robadas
(Inicio base del reto de @MaruBV13 y @AliciaAdam16)


Jean caminaba a paso rápido sin destino. Las nuevas cerraduras le hacían casi imposible su trabajo. Y es que Jean era un ladrón de casas? Pensaba en su opciones cuando de pronto la vio...Una puerta con las llaves puestas. Se detuvo y se giró buscando al dueño, pero no había ningún alma en la calle. Giró la llave y entró a una vivienda que parecía vacía.

I. Un precio para el alma 
Por: @lixysol

El recibidor lucía desvencijado, aunque luminoso. El parquet crujió bajo los pasos de Jean. Una sensación extraña lo invadió. La envolvente soledad de un sitio ajeno lo puso mal. A punto estuvo de salir corriendo antes de que algún vecino se percatara de su presencia y llamara a la policía, pero el olfato sabueso que había pulido con los años le indicó que allí había algo grande.
El sol caía lentamente y, con él, los raudales de luz. La casa se quedó en penumbra. Jean encendió la pequeña lamparilla que llevaba en el bolsillo y la enfocó hacia todos lados. De pronto, supo que debía ir al sótano.
La puerta de madera rechinó largamente. La cerrada oscuridad del interior fue sableada por las líneas ambarinas de la lámpara. Jean bajó despacio los diez escalones, y se encontró con un bello retablo de oro, adornado con extrañas figuras religiosas que jamás había visto. En el centro, un baúl de madera preciosa se ofrecía como el premio mayor.
Jean no perdió tiempo e intentó abrir aquel tesoro. Luego de varios raspones con la ganzúa, el broche cedió. Los ojos del ladrón brillaron como estrellas. En el interior, decenas de doblones de oro le hicieron soñar en unos segundos con la vida que siempre había querido. Dejaría de robar casas, de arriesgarse en medio de la noche, de huir. Sin embargo, una voz grave le sacó de aquella ilusión. 

Foto: Pixabay

—Te daré todo si haces algo por mí—dijo el hombre cuyo rostro no se apreciaba.
—Lo que quieras — afirmó Jean sin siquiera parpadear.
—Dame tres almas y ese tesoro será tuyo. 

Jean tragó saliva. Volvió la cabeza para ver a su interlocutor. La figura portaba una capa larga y sombrero de ala ancha.

—Soy de pocas palabras. Dime si aceptas o no —advirtió el siniestro.

Jean aceptó el trato. Como muestra de su posible fortuna, el hombre le regaló tres doblones, los mismos que vendió por una buena cantidad. Al día siguiente pagó todas su deudas, compró un auto y salió de fiesta. Se sentía invencible. Y pensaba en los demás doblones...
Entró a un bar y se embriagó. Dos tipos intentaron atracarlo a la salida, pero Jean, con una fuerza indescriptible, les arrancó la vida a golpes. Volvió a casa y durmió el día entero. Cuando despertó, fue sin más a la casona. El hombre siniestro le esperaba en el recibidor. 

—Me falta una —dijo con rispidez.
—No sé cómo, pero lo haré. Ese oro será mío. Hoy saldré de nuevo y...
—¡Silencio! —exclamó el hombre—. Dije "me falta una". Es decir, la tercera alma la decido yo. Y quiero la tuya. 

Una explosión silenciosa de luz y azufre llenó la casa. El hombre siniestro se puso el sombrero y salió sin prisa del domicilio. Como toque final, dejó las llaves puestas.
FIN.


domingo, 7 de junio de 2020

#relato #terror

Una sed distinta
Por: @lixysol 

El auto derrapó frente a aquella casona lúgubre. La tormenta arreciaba, y una noche cerrada se cernía sin piedad. Armando bajó del coche para intentar desatascarlo, pero no lo logró. Las llantas traseras estaban totalmente hundidas en el fango. Un rayo cayó muy cerca, dejándole un poco asustado. Vaya día en que había decidido aceptar un nuevo empleo tan lejos de casa. Los aullidos de los coyotes en la sierra que rodeaba al pueblo le helaron la piel. Sin pensarlo más, caminó hacia la casona y pegó dos veces con la aldaba en forma de gárgola. Una misteriosa mujer abrió el portón y se quedó en silencio, observando a detalle a tan inesperado visitante.

—Perdone —dijo Armando—. Mi auto se ha quedado atascado en la encrucijada, y necesito una grúa.  ¿Sabe de alguien cercano...?
—No tengo auto —advirtió ella, apenas dejando ver el rostro detrás de una capucha de terciopelo negro—. Pero hay una guía local en el buzón. Déjeme ver...mire, aquí tiene. Aunque no creo que encuentre a alguien disponible. Es Noche de Brujas y todo el pueblo se ha ido a la ciudad para los festejos.
—Genial —rumió Armando—. Me había olvidado hasta de la fecha que es. Acepte un consejo: nunca cambie de trabajo en Halloween. 

Ella sonrió un poco. El viajero sacó de su bolsillo un cigarro y lo encendió.

—Supongo que tampoco servirá preguntar si la pensión Del Valle está abierta, ¿Cierto?
—Supone usted bien —dijo la mujer—. Los dueños son los organizadores del desfile. 

Armando temblaba de frío. La mujer se percató de ello.

—Ande, pase. Un café le hará bien. Después de medianoche todos volverán y usted podrá arreglar sus asuntos.

El hombre accedió sin mucha resistencia. La verdad era que la palabra café le resultaba todo un lujo en aquellas condiciones.

La casa parecía detenida en otra época, con alfombras persas y pesados cortinajes rojos. Los muebles labrados, la cristalería impoluta, los candelabros de latón y la media luz que otorgaban decenas de velas integraban aquel extraño escenario. La mujer fue a la cocina y volvió con una bandeja plateada. La vajilla era muy fina, y el café olía exquisito. Armando se sentía como en una película. Fue entonces cuando la mujer se quitó la capucha y sirvió el café. Un rostro extremadamente pálido y bello se vislumbró entre los claroscuros de las velas.

—Hace unas horas se fue la electricidad, espero que no le incomode —dijo ella mientras ofrecía la taza al visitante—. En lo personal, a mí me gusta la oscuridad. Es como volver a otro siglo, en donde ningún artefacto electrónico distraía a las personas.
—Interesante argumento —comentó Armando, disolviendo los cubitos de azúcar—. Disculpe mis modales. Mi nombre es Armando Stern, soy arquitecto y he venido a trabajar en la restauración de la catedral. Mañana debo entrevistarme con el equipo en la ciudad. ¿Puedo preguntar su nombre?
—Si se va mañana, ¿Qué sentido tiene? No se ofenda. Con los años uno aprende a no crear lazos...

Foto: Pixabay


Se hizo un silencio en la habitación. Armando recordó de súbito el reciente fallecimiento de su prometida.

—Y, ¿por qué no ha ido al festejo de Halloween? —atinó a decir el arquitecto, para distraer la atención.
—No me gustan las aglomeraciones. Se que no soy común, pero es mi esencia... páseme su chaqueta. La pondré en la chimenea para que se seque.

Armando tuvo cerca por un instante a la mujer. Era tan enigmática, elegante y sutil...

—¿Usted no bebe café? Está riquísimo.
—Prefiero el vino...tinto —confesó ella al tiempo de abrir una botella de la cava—. Siento no poder invitarle una copa, pero es un vino especial que me envían de Europa, y he de dosificarlo en beneficio de mi salud.
—No se preocupe, yo no bebo —dijo Armando, un tanto intrigado—. Yo con este café delicioso tengo más que suficiente. 

Ella sonrió. Dejó la copa de vino a medias sobre la chimenea y llevó la bandeja del café a la cocina. Armando, en un impulso, probó un poco de la bebida. Tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar. Aquello no era licor.

La mujer volvió con más café y algunos panecillos. 

—Con el viaje le habrá dado hambre —dijo casi con ingenuidad.
—Muchas gracias —replicó Armando, tragando en dos mordidas uno de los panes. El sabor metálico que le había dejado la bebida roja se diluyó poco a poco—. Ya pasan de las doce y la tormenta ha cedido, así que, si no le molesta, volveré a mi auto y esperaré allí a los del hotel. Agradezco su hospitalidad, en serio...

Armando sintió de repente cómo la habitación giraba a su alrededor. A la mañana siguiente, despertó en su auto, con un dolor de cabeza terrible y mucha sed. No recordaba cómo había llegado allí. Se miró en el retrovisor. Vaya cara, pensó. Más pálido que un papel. De reojo observó hacia la casona. La mujer estaba arreglando las flores de la entrada. Armando volvió la vista hacia el espejo, en el que solo estaba él. Asustado, miró a un sitio y a otro, verificando que la mujer no tenía reflejo.

El dolor de cabeza le mataba, pero fue el ardor de una pequeña herida en su cuello el que le hizo quedarse casi petrificado.
FIN.

jueves, 14 de mayo de 2020

#relato #misterio

El amuleto vudú
Liz Solórzano

 Era una noche lluviosa de verano. La humedad en el aire empañaba los anteojos del doctor Dubois. Aún sin saber realmente qué le había llevado hasta el barrio francés, tocó a la puerta del viejo edificio esquinado. Una mujer de unos treinta años, de finas facciones mulatas y vestido blanco le recibió sin miramientos. El doctor pasó a una habitación medio iluminada por unos cuantos cirios. Ella cerró la puerta a contraviento. Ofreció un pañuelo al visitante para que limpiara las gafas. Atizó después la chimenea, cuyas brasas chirriaron. El reflejo del fuego puso en relieve aquellos rasgos de piel oscura y jovial. 

Foto: Pixabay
—Estupenda su conferencia, doctor. Me ha gustado mucho, excepto por el hecho de que haya negado la existencia de la magia vudú.
La mujer se sentó con naturalidad en un sofá de cuero, justo frente a la chimenea. El doctor Dubois ocupó una silla.
—La vi en la última fila. No podía creer que Madame Hélène, a quien llaman la dueña de todos los secretos del vudú en Nueva Orleans, estuviera escuchando teorías científicas —dijo el doctor en tono escéptico—. Mire, aún no sé qué hago aquí. Simplemente supe que debía hablar con usted.
—¿Tan pronto me da la razón? —preguntó ella con serenidad, sin dejar de mirar el fuego—. No puede explicar el motivo de esta visita...pero se lo diré. Yo lo he llamado para darle esto —advirtió, y extendió al doctor un pequeño saco de tela gris—. Ande, tómelo. Es un amuleto de protección. 
El doctor tomó entre sus manos el saquito, aún con recelo. Intentó abrirlo.
—¡No! —ordenó Madame Hélène, levantándose con presteza—. Los amuletos nunca se indagan. Tendrá que confiar en mi.
—¿Por qué hace esto? —preguntó el hombre, un tanto desesperado.
—Usted será retado a duelo en breve. De no llevar este amuleto, morirá.
El doctor Dubois palideció. Intentó disimular su miedo, pero se llevó instintivamente el pañuelo al rostro para limpiar las perlas de sudor que le brotaban. 
—Mi labor es científica. No debo creer en conjuros ni brujerías. Usted se burla de mí, y no lo consiento. Aquí tiene su amuleto. Me voy.
Madame Hélène se quedó en silencio. Escuchó el portazo y los pasos apresurados del doctor atravesando la acera.
Dos días después, el doctor volvió a buscar a la médium. Le contó que, en efecto, un tipo le había retado a duelo durante una partida de póker, argumentando una trampa. El reto se llevaría a cabo esa misma tarde.
Madame Hélène escuchó al doctor con toda calma. 
—Lo lamento mucho —dijo al final—. El Marqués de Loira, su contrincante, ha venido a pedirme un amuleto de protección y le he dado el que usted despreció. De todas formas, le deseo la mejor de las suertes. Buenas tardes. 
 FIN

domingo, 26 de abril de 2020

#relato #brujas

La hija de la hoguera

Por: Liz Solórzano 
@lixysol

El salón de actos estaba desbordado. Todo el pueblo había acudido al último juicio de aquel verano intempestuoso. El comendador quería darse prisa para que no hubiese ninguna bruja en Mont Noir para las fiestas de la cosecha. El otoño, como él podía deducir, les otorgaba una fuerza indescriptible. 
El secretario alzó la voz sobre el barullo, anunciando el inicio del juicio. El comendador tomó la palabra ante las miradas curiosas de los asistentes. Extendió el pergamino de acusaciones y leyó fuerte y claro. 
"En este día cuatro del año 1700 del Señor, doy fe que Pauline Scott, miembro de esta comunidad desde hace dos generaciones, ha incurrido en artes oscuras que le confieren el cargo de hechicería en agravio de Clay Higgins, quien hasta hace unas semanas se desempeñaba como próspero ebanista de este nuestro querido pueblo. Todos conocemos a Clay, y el comportamiento impoluto que ha mostrado siempre, al igual que su padre, su abuelo y bisabuelo. Grandes artistas de la madera, sus prodigiosas manos han tallado todos y cada uno de los mártires que reposan en los nichos de la iglesia. Con todo esto, quiero dar a conocer que Clay es incapaz de realizar actos indecentes.
Pasada la medianoche de hace veinticinco días, horribles gritos femeninos despertaron a los vecinos de la calle Maple, y fue Aaron el panadero quien corrió en medio del desconocido peligro hasta mi casa, para rogarme intervención. Nos dirigimos de vuelta a Maple, en donde todos estaban en medio de la calle, temerosos de volver a sus hogares por ciertos vientos helados y ruidos de ultratumba que rodeaban sus lechos de descanso. 
Tras un tiempo, logré tranquilizar a los vecinos y volvieron a sus casas. Fue entonces que Aaron tuvo valor para contarme lo sucedido. Resulta que la acusada, Pauline Scott, viuda desde hace dos años y madre soltera de su hija Charlotte, había iniciado una relación impura con el hermano de Aaron, Daniel. Recordemos todos que Daniel Fritz está casado y es orgulloso padre de cuatro hermosos hijos. Pauline Scott, en su papel de cocinera y ayudante de la casa Fritz, tuvo oportunidad de envolver con artimañas y grimorios a Daniel, quien, tentado por el fuego del demonio, sucumbió a dichas artes hasta el punto de que Mirna, su mujer, descubriera el engaño, justo en la noche de relato que nos ocupa. Aaron me confió que desde su ventana vio tres sombras, presumiblemente de Daniel, Mirna y Pauline, forcejeando con violencia. Sin pensarlo, corrió a casa de su hermano pero, justo antes de entrar, unos lamentos siniestros le helaron la sangre y paralizaron. Temiendo una tragedia, dio media vuelta y fue a buscarme. 
Cuando la calle estaba en calma y Aaron terminó su confesión, llamé a la puerta de Daniel Fritz, quien me abrió enfundado en su bata de cama. Afirmó estar afectado por el acoso de Pauline Scott. Dijo que, para evitar más tentaciones diabólicas, había dado por terminado su colaboración en la cocina de la casa, hecho que a Pauline no le había caído bien. Esa noche se había marchado con maldiciones y conjuros murmurados, por lo que ahora Fritz teme por su vida y la de su familia. 
Pauline Scott fue inmediatamente arrestada y trasladada a la Casa Inquisitorial. Luego de días de interrogatorio improductivo, ya que ha negado todo, se le presenta ante el jurado de inquisidores. Como único familiar presente de su lado, está su hija Charlotte, de quince años, a cuidado provisional de Martha Lindon, cristiana, bibliotecaria de nuestra comunidad".

Foto: Pixabay

En un punto del juicio, John, el hijo de Daniel, declaró estar bajo el influjo de las artimañas sentimentales de Charlotte, quien con su belleza le había embrujado y no conseguía tener la mente clara. Acto seguido, se desplomó frente al inquisidor, quien tomó ese acto como prueba de brujería, y ordenó que Charlotte fuera detenida en plena sala. Sin embargo, con una actitud inesperada, Martha Lindon defendió a la joven, argumentado que, tras haberla tratado, la creía incapaz de ser parte de las artimañas de su madre, y se comprometió a cuidar y educar a la chica, poniendo en garantía su propio prestigio en la comunidad. El juez dudó largamente pero, con el afán de cerrar el caso, accedió a la petición de Martha y Charlotte fue liberada.
—Salvar a una, es salvar a todas —dijo en voz baja Pauline a su hija antes de que las separaran definitivamente—. Eres la hija de la hoguera. Nunca te avergüences de quién eres ni de lo que puedes lograr con tu mente y tu corazón. Sabes perfectamente que Daniel miente, que me enamoró y que le creí de manera ingenua. Pero, ¿sabes? Tampoco tiene uno la culpa por amar a pecho abierto y que el otro se aproveche de ello. Mucho tienes por aprender, hija mía. Vendrán tiempos de libertad que tus descendientes tendrán el placer de vivir y, en ellas, yo estaré presente. No tengas culpa por haber salvado tu vida hoy. 
Eso fue lo último que Charlotte escuchó de su madre. En efecto, aquella oscura época la marcó para siempre, pero, con ayuda de Martha y la instrucción académica que le brindó, logró ser aceptada en el colegio de abogados de la ciudad. Dedicó su vida a defender mujeres del cadalso. Cada vez que lograba librar al menos a una, recordaba el consejo de su madre: Salvar a una, es salvar a todas. Entonces sonreía.
FIN