sábado, 26 de diciembre de 2020

#ProsaEspontánea #relato #drama

Uvas amargas

@lixysol

Era una casa llena de sombras y nostalgias. Un halo de misterio y dulce decadencia envolvía cada una de las habitaciones y patios. Los ecos de fiestas pretéritas, con sus risas y bailes, resonaban al compás del viejo reloj de péndulo, cuyas precisas campanadas disolvían la barrera entre sueño y realidad.

Las diez. Entre las altas sombras proyectadas sobre la escalera de parquet, el mayordomo y único asistente de la dueña, apareció con una charolilla de plata pulida. Un servicio de té y pastillas —el cotidiano— estaba dispuesto con esmero.

Elena sirvió su té casi en forma mecánica. Ingirió las tres píldoras y se sentó en el sofá de un antaño rojo bermellón aterciopelado. 

—Hasta mañana, señora. Que descanse —Mario se despidió sin esperar respuesta. Estaba acostumbrado a los silencios.

Ella se quedó dormida sin ninguna resistencia. Lo último que pensaba era que la medicina estaba hecha para ello, así que se dejaba hacer. El psiquiatra le insistía en enfrentar a sus demonios, pero Elena prefería sacarles la vuelta, viajar con la mente a sus glorias pasadas, a sus amores intrépidos, a la vida adolescente en aquel lejano viñedo en el que se había criado con sus abuelos maternos. Ahí, entre surcos y aspersores, saboreaba los besos de Toni, su primer amor. Eso hasta que el abuelo los sorprendió y prohibió al chico acercarse de nuevo. Elena decidió entonces que buscaría su propio destino, y escapó esa misma noche hacia la ciudad. 

Los rascacielos y los autos le dejaron embobada. Con dieciséis años y una pequeña valija de cuero entre las manos, recorrió sin rumbo el centro turístico. Un cartel en algún restaurante le hizo solicitar un empleo del que no tenía idea, pero que consiguió en un pestañeo. 

Cuatro meses fue camarera aquella chica de ojos verdes y cabello castaño. Un cliente asiduo, director de cine, la invitó a una prueba para un personaje secundario de la película que filmaba. Contra los pronósticos, Elena dio muestra de su capacidad histriónica y consiguió el papel principal. De la noche a la mañana, su nombre relucía en marquesinas y autobuses. 

Seis años después, no podía salir a la calle sin que alguien la reconociera, le pidiera un autógrafo o una fotografía. Se comprometió con su pareja cinematográfica, el galán de moda. La vida no podía ser mejor, o eso creía.

Ese mismo otoño, el prometido le fue infiel con otra actriz principiante. La noticia dio vuelta a las principales ciudades, mientras Elena caía en una profunda depresión que la llevó al psiquiatra. Tres matrimonios fallidos, el diagnóstico de no poder ser madre y el paso inexorable del tiempo la hundió poco a poco en la soledad, hasta terminar todas las noches en aquel sillón rojo, aturdida con pastillas y recuerdos. 

Las campanadas del reloj dando las siete la trajeron a la realidad. Tambaleante, caminó a la cocina. Mario ya le había servido el desayuno.

—¿Los periódicos? —preguntó Elena, molesta.

—Señora, hoy no debería leerlos —advirtió el mayordomo en tono indulgente—. Coma algo, le preparé las crepas que le gustan.

—¡Los periódicos! —exclamó ella sin miramientos.

Mario acercó tres ejemplares a la mesa y se retiró.

Apenas posó la vista en los titulares, la actriz comenzó a llorar amargamente. El amor de su vida y quien le había hecho sufrir tanto, se casaba por sexta vez con una joven cantante.

Tomó con rabia el periódico, agitando todas las hojas. Cayó al piso un sobre blanco, etiquetado para ella. Mario no había tenido valor de dárselo en persona.

—¡Y me invita! —gritó al infinito—. ¡El muy imbécil me envía la invitación a su sexta boda! ¡Idiota sería yo si fuera! 

Sacó una botella de whisky de la alacena y echó un poco al café. 

—¿Sabes qué, Armando? ¡Iré! ¡Me voy a plantar en la iglesia y te echaré abajo el teatro! ¡Soy actriz! ¡Y de las buenas!

Unas horas después, Elena entraba a la ceremonia ataviada con un elegante vestido. Intentó ignorar las miradas de algunos invitados. Se sentó en su sitio y aguardó el momento para atacar, como una depredadora felina ante la manada de zebras.

La sangre que le hervía desde hacía treinta años se convirtió en agua tibia cuando la novia entró a la iglesia. El padre orgulloso que la llevaba del brazo era Toni, el chico del primer beso entre los viñedos.

Elena se mantuvo ecuánime durante toda la ceremonia. Sentía el corazón batiente y tierno, como si volviera a tener dieciséis. Al final, hasta se acercó a felicitar a Armando. 

Entre el tumulto de invitados despidiendo a los novios, Elena escuchó una conocida voz al oído.

—¿Te permitirá tu abuelo ahora salir con un viudo que aún cultiva uvas sin dejar de pensar en ti?

FIN