martes, 24 de enero de 2023

#ProsaEspontánea #relato #misterio

El fuego y el espejo

Por: Liz Solórzano

Sus expectativas se diluyeron como sal en agua cuando estuvo frente a aquellos espantosos cuadros al óleo. Eso se dijo a sí mismo. Sí. Espantosos y deprimentes. Cuerpos desmembrados, almas sobre el fuego, ríos de huesos. El representante del artista era su amigo desde la universidad, solo por eso había asistido a la galería. Bueno, por eso y por el vino que circulaba sin cesar. Al menos podemos ignorar a qué hemos venido, pensó, soltando una carcajada irónica hacia sus adentros.

          - ¡Alejandro! -su amigo le sorprendió con un refill de oporto-. ¿Qué te parece? ¿Te animas a comprarnos algo para tu casa?

              - No esta vez, Gerardo. Me temo que me he bebido hasta el buen gusto. 

          - Por eso me agrada invitarte a mis inauguraciones. Un arquitecto sin pelos en la lengua... ¡Salud!

     Gerardo se alejó sonriendo entre la gente. Las luces blancas de exhibición dieron lugar a un juego de seguidores y destellos rojos, violetas, azules. De un momento a otro, la galería era un antro de música techno, beats interminables y estrobos flasheando la improvisada pista central. Alejando sintió un pánico inmediato, pero manejable. Caminó hacia una esquina, donde aquella aurora boreal multicolor era más tenue. Respiró hondo varias veces, repitiendo el mantra que le ayudaba a sobrellevar la ansiedad. Colores. Casi suelta una risa. Huía de los colores de aquella discoteca y su refugio era recitar la carta de colores de pintura vinílica para interiores. Marfil. Maíz. Palo de rosa. Turquesa claro. Blanco mate. Azul cielo. Amarillo amanecer. Al llegar al color número cincuenta por lo menos, su respiración se normalizó. Bebió el sorbo sobrante de su copa. El siguiente paso era salir de allí y olvidarlo todo.

      Serpenteó con habilidad entre la fauna -así le llamaba a las multitudes- que ya no distinguía personalidades. Todos estaban ebrios, todos iban vestidos como salidos de una película punk de los noventa. 

          La travesía terminó al llegar al guardarropa. El mostrador se sintió como una tabla de salvación para aquel náufrago citadino. Buscó el recibo para pedir su abrigo. 

          - Toma -una voz cálida y presta le acarició sus agobiados oídos-. Se te había caído al suelo.

       El reflejo de los estrobos le permitió apreciar a medias un rostro lánguido e inexpresivo. Tomó el recibo agradeciendo con la cabeza y se lo dio de inmediato a la chica del mostrador. 

          - Su taxi espera, señorita Baumann -dijo la empleada-. Su abrigo. Que tenga buena noche...Y el suyo, señor. Buenas noches.

      Alejandro se puso el abrigo mientras caminaba a la salida, justo detrás de aquella estoica mujer. El frío era intenso. La calle estaba desierta. El reloj de la plaza cercana sonó las dos de la mañana. 

            - ¿Tiene auto? -preguntó la mujer, sin sonreír.

            - Lo he dejado en casa. Vivo cerca. Caminaré.

            - Bajo tres grados, no creo -la mujer se subió al taxi y dejó la puerta abierta.

         Alejandro caviló unos segundos y decidió entrar.

           - ¿Su dirección? -cuestionó ella sin apartar la mirada de la ventanilla.

           - Tres cuadras recto y luego derecha. Edificio antiguo con portón rojo. Muchas gra...

           - Me encantan las puertas rojas. Siempre guardan algo inesperado.

      Ella, al fin, volteó el rostro y le miró de frente. En la oscuridad del coche, Alejandro apreció aquellos grandes ojos oscuros, profundos, arrogantes. El rostro de facciones rectas y tono marmóleo le evocó las esculturas de Canova. Era una mujer que destilaba una especie de tristeza elegante, melancólica y sofisticada.

       - Llegamos -anunció el chofer, dirigiéndose a la mujer-. ¿Me indica la siguiente ubicación?

            - Vivo cerca. Caminaré.

         - Bajo tres grados, no creo -se adelantó a decir Alejandro, al tiempo que pagaba el viaje.

          Ambos bajaron del auto. Alejandro abrió el portón. Ella no le siguió.

           - Le ofrezco más oporto y un bocadillo, si no tiene prisa y entra antes de que se congele allí afuera -dijo él esbozando una leve sonrisa, aún sin saber por qué.

          Ella cerró el portón tras de sí y siguió a Alejandro escaleras arriba por dos niveles. Sus tacones resonaron en aquel caracol de ébano tallado y losetas italianas. Él abrió la puerta del apartamento y dio el paso a la mujer. Un perfume especiado se quedó en el recibidor. Ella se quitó el abrigo y lo colgó del perchero. Miraba a su alrededor con cierta fascinación, aunque se empeñaba en ocultarlo.

            Alejandro también colgó el abrigo, encendió la chimenea. Ella se sentó en el sofá, casi ensimismada.

             - ¿Se encuentra bien? -preguntó él, mientras atizaba el fuego.

            - Viví aquí hace mucho tiempo -contestó ella, casi murmurando.

            - Aquí, ¿dónde?... ¿en este barrio?

            - En este edificio.

             Alejandro se giró extrañado. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

         - No lo tome a mal, pero nunca la había visto, y vivo aquí desde que reabrieron después de la restauración. Este edificio estuvo inhabitado por más de cuarenta años. Lo sé porque yo dirigí esa restauración. Creo que está confundida.

         - ¿Quién poseía esta propiedad antes de todo eso? -preguntó ella, con la mirada clavada en el fuego.

             Alejandro sirvió dos copas de vino y ofreció una a la mujer.

             - Andrés Baumann, un empresario farmacéutico. De hecho, en los planos originales, se marcaba una botica justo en la esquina del edificio. Se decía que Baumann preparaba pócimas y ungüentos con fórmulas dictadas por el demonio. Bueno, imagínese, algunos vecinos aún cuentan que la familia estaba maldita, que era una estirpe de vampiros, y no sé qué. 

           Alejandro rellenó las copas. Apenas atinó a no derramarlo. Se sentía muy ebrio. Nunca se enteró en qué momento se quedó dormido en el sillón. En la mañana, el dolor de cabeza se encargó de traerlo a la realidad. Con cierta pesadez, preparó café. Mientras se reanimaba, le vino a la mente la imagen de la mujer misteriosa. Pensó en volver a la galería y pedir su teléfono en el guardarropa. Cuando se acercó a la mesita del salón para recoger las copas, el corazón le dio un vuelco. Solo había una. Bueno, reflexionó, tal vez ella había lavado la otra antes de irse. Siguió con el plan y volvió a la galería.

               La empleada del guardarropa no encontró ningún dato de la mujer en el cuaderno de registro. Tampoco se había pedido un taxi a su nombre. Alejandro comenzaba a sentirse inquieto. Fue a la oficina de Gerardo para pedirle que le mostrara las fotografías del evento, o, mejor aún, los videos.

               - ¿No le pediste su teléfono? -preguntó extrañado Gerardo-. Vaya, pues. Buscas una aguja en un pajar, amigo. Ella pudo haber venido con cualquier invitado. 

                 - Lo tengo -murmuró Alejandro-. Baumann. Así le nombró la del guardarropa. Señorita Baumann.

           La empleada volvió a buscar en el registro. Ningún taxi para alguien con ese apellido. Alejandro regresó a casa. Tenía todos los archivos sobre la historia del edificio. Alguna conexión habría con los antiguos dueños. Después, el internet hizo su magia. 

                  - María Baumann,  hija de Andrés Baumann...tendrá que ser la bisnieta.

                Alejandro volvió a casa ensimismado. Encendió un cigarrillo y lo fumó mientras sacaba las llaves del bolsillo. Menuda sorpresa se llevó al ver a la mujer misteriosa parada frente a su puerta. Comenzaba a llover. La farola de la calle reflejaba aquel rostro pálido e inexpresivo.

                  - No te pedí tu teléfono, así que decidí esperar aquí -dijo ella, casi esbozando una muy sutil sonrisa.

                  - Bajo la lluvia, no lo creo -Alejandro sonrió al abrir el portón.

                    Ambos subieron al apartamento sin decir palabra. Una extraña tensión se sentía en el aire. Apenas entraron, ella tuvo la iniciativa de encender la chimenea. Se quitó el abrigo. Usaba un vestido negro, sencillo y elegante. El cabello le chorreaba por la espalda. Alejandro le ofreció una toalla. Ella deshizo la coleta que llevaba, dejando caer una espesa melena roja. Se quedó mirando el fuego, pensativa. Sus ojos se rasaron de lágrimas.

            - Siento haberme ido sin avisar la otra noche -dijo en voz baja-. No tengo habilidades sociales, esa es la verdad.

                  - No eres la única, ni te preocupes- aseveró él, al tiempo de preparar la cafetera-. Ya no recuerdo la última vez que me visitó una chica. 

                  - Te entiendo -murmuró ella, sin dejar de mirar el fuego-. Por cierto, soy María. Pero creo que eso ya lo sabías, ¿cierto?

                    - Yo....

                - No creas que pienso que eres un loco o algo así, descuida -ella dejó la toalla mojada en el perchero y se arrellanó en el sofá. Alejandro le dio una taza de café-. La chica del guardarropa, la cual no era la misma de aquella noche y, por tanto, no me conocía, me comentó que preguntaste por mí. Chismes entre empleadas, creo -sonrió levemente-.Voy muy seguido a esa galería, ¿sabes? Me dedico a vender vino para las exposiciones. 

                    - Era muy bueno el oporto, eso y nada más, porque los cuadros....

                    María echó una carcajada. Ella misma pareció extrañarse de esa reacción. 

                   - Deberías sonreír a menudo. Te ves preciosa así -dijo Alejandro, sin pensar. 

            - Seguro te sabes la historia de mi familia y este edificio, ¿no? -ella cambió radicalmente el tema sin mostrar enojo o incomodidad. Su semblante era tranquilo y relajado. Se quitó los tacones.

             - No pensarás que me creo esas historias de ultratumba -bromeó él, un tanto cohibido-. ¿Recetas dictadas por el demonio? ¿En serio crees que tu bisabuelo...?

                    - No era mi bisabuelo -afirmó ella, incorporándose en el sillón-. Era mi padre.

                Alejandro dejó la taza sobre la mesa. Se sentó en el otro sofá. Las rodillas le habían tambaleado. Intentó disimularlo. 

                    - Pensarás que estoy completamente loca, lo sé -afirmó María, colocándose los tacones-. Si no fuera necesario, no te estaría contando esto.

                    Alejandro continuaba en silencio.

                    - La leyenda de la maldición es cierta. Mi padre hizo un pacto con el demonio. Aquellas recetas y remedios eran infalibles. La gente mejoraba de un momento a otro. A cambio de esa fama, el demonio tenía en prenda el alma de mi padre. Pero un día, se hartó de servir al diablo y le exigió vida eterna. El demonio aceptó, pero no como mi padre esperaba. Lanzó un maleficio sobre nuestra familia, condenándonos a vivir como no-muertos por toda la eternidad.

                       - ¿Me estás tratando de decir que eres...?

                     - Sí. Aunque no como nos imaginas, bebiendo sangre para sobrevivir. Eso es una opción, dicen algunos; o una moda extravagante después del libro de Stoker, dicen otros. La realidad es que vivimos como cualquier persona. Fumamos, bebemos, lloramos...pero nunca morimos.

                      - Vampiros...debo reconocer que eres muy imaginativa, pero no es una buena técnica de ligue.

                       - He pasado por esto tantas veces, que no me sorprende- dijo ella sin molestia. Se puso el abrigo y caminó hacia la puerta-. El fuego tiene tus respuestas.

                   María no dio tiempo a nada. Salió del apartamento. Alejandro salió a buscarla, pero no halló a nadie en los pasillos, ni en la escalera, incluso en el portal. Sin embargo, el perfume de su cabello rojo se había quedado en el aire.

                    Alejandro pasó la noche frente a la chimenea, casi hipnotizado ante los maderos crujientes y las brasas encendidas. En el umbral de la madrugada, el fuego se apagó. Al intentar remover las cenizas, el arquitecto alcanzó a ver un ladrillo mal colocado. Usando el atizador como palanca, lo sacó de su sitio. Una cajita plateada y antigua brilló entre el hollín. 

                 Alejandro abrió la caja, y halló un viejo pergamino. Aquel texto de caligrafía elegante le heló la piel.

                    "Mi alma está empeñada con el peor comerciante de la historia, el más ventajoso y vil. De eso ya no queda arrepentirse, puesto que mis glorias he disfrutado, mi fortuna y hacienda quedarán como herencia de mi amada hija María. Mi único temor es que, siendo mayor, se entere de su cruel condición. Notará que, en algún punto de su vida, ya no envejecerá. Verá morir a sus seres queridos, incluyendo a sus amores...

                          "Es en este momento en que, luego de muchos años, me atrevo a pronunciar el nombre de Dios, suplicando que aparte a mi hija de su desventura, pero es demasiado tarde, condenados estamos todos los miembros y descendientes de esta familia.

                        "El pueblo, ese que un día me tuvo por el mejor farmacéutico y salvador de sus vidas, hoy rodean mi casa, gritan obscenidades, traen antorchas...¡Vampiros!...eso vociferan una y otra vez...mi fiel sirviente Andrés se ha llevado a María. Él y su mujer la cuidarán mientras vivan y ella crezca lo suficiente para abrirse paso en su eternidad. Yo, aquí, en la soledad de mi laboratorio, espero mi destino, pero una última carta le he jugado al diablo. Mi último deseo antes de que reclamara mi alma, fue cambiar de apariencia y borrar mi memoria. ¿Para qué? Para que María, en este mar de tiempo en el que navegará, nunca me reconozca y, claro, para que esos energúmenos que a punto están de tirar la puerta, tampoco lo hagan. En cuanto entren aquí, esperando hallar al farmacéutico maldito, hallarán a un paciente que se ha quedado sin su medicamento, y que les convencerá de que el hombre al que buscan, ha huido por el bosque. La turba le creerá, viendo en mí a un tipo joven, y el nombre de Baumann no será pronunciado jamás. Mi cabeza me estalla...los recuerdos se van...solo guardaré este mensaje en la vivienda de Andrés y me iré lejos, a donde ni siquiera yo pueda reconocerme".

                Alejandro se quedó inquieto. Fue al cuarto de baño y se mojó el rostro, intentando olvidar lo que había leído. De pronto, en el espejo, una imagen ajena lo sobresaltó. Era él mismo pero con treinta años más, ataviado con un traje antiguo y una bata blanca. En el bolsillo del pañuelo se leía con letras bordadas: "Baumann".

                Alejandro volvió a mojarse la cara. Al incorporarse, el viejo seguía ahí, pero, a su lado, la figura de María, vestida con un atuendo también antiguo, le miró de frente.

                - Al fin te encontré, padre -afirmó con inexpresividad, mientras Alejandro cruzaba las manos a través del espejo.


                    FIN.