sábado, 15 de octubre de 2022

#ProsaEspontánea #relato #terror

Deseo cumplido

Por: Liz Solórzano

Matías entró a aquél bar, más por no empaparse de la lluvia que caía, que por ganas. Se sentó en la barra, pidió una cerveza. El cantinero le observó con curiosidad; nunca le había visto por allí. Cobró la copa y siguió atendiendo las pocas mesas con gente que a esa hora, ya pasadas las once, había. 

Un hombre que vestía gabardina negra y sombrero de ala entró al bar. Puso una vieja canción en la rockola y se sentó junto a Matías. 

          - Lo mismo, y otra ronda - dijo con firmeza al cantinero.

      - Oh, no, muchas gracias -se apresuró a comentar Matías, saliendo de su           ensimismamiento- ya casi me voy...

         - Por favor, permítame. ¿Un mal día? -preguntó el hombre, mientras repartía los vasos.

          - Algo así -respondió Matías, aceptando la cerveza-. ¿Y usted?

          - Los he tenido mejores. ¡Salud!

Los vasos tintinearon en el aire. El hombre se quitó el sombrero. Una cicatriz le surcaba la mejilla derecha. Matías intentó no parecer intrusivo.

         - Terrible, lo sé -dijo el hombre, terminando la cerveza y pidiendo otra-. Gajes del oficio, ¿sabe?. Un navajazo limpio de alguien con buenos reflejos.

         - ¿Una mujer? ¿Dinero? -Matías no podía ocultar la curiosidad.

         - ¡Ay! Los humanos creen que solo las cosas materiales mueven al mundo -aseveró el hombre, casi para sí mismo-. No, mi amigo, hay cosas más poderosas, como la ambición, por ejemplo. Pero no la ambición por algunas monedas, ¡no!, me refiero a la ambición de poder sobre otros, a poseer la voluntad de alguien, a ser dueño del destino. 

        - ¿No se supone que solo Dios es dueño de nuestro destino? -inquirió Matías, pidiendo otra cerveza.

        - Limitada es su visión, amigo. Usted podría ser amo y señor de su futuro. 

Matías lo miró con incredulidad, casi sonriendo.

        - Si se decide, lo veré pronto -dijo el hombre al tiempo de pagar las copas y dejar sobre la barra una tarjeta de presentación.

Sin mediar palabra, el tipo se puso el sombrero y salió del bar. Había dejado de llover. El cantinero avisó que el local cerraba. Matías tomó la tarjeta y salió a la calle. Hacía frío. Caminó tres cuadras hasta su departamento, analizando la extraña conversación que había tenido esa noche. ¿Mal día?, sí, claro, tal vez el peor viernes desde hacía mucho tiempo. Su novia le había dejado por un compañero de trabajo, su auto se había averiado y el cajero automático se había tragado la tarjeta de crédito. 

Cayó rendido sobre la cama y se quedó dormido con la ropa puesta. La resaca le despertó al día siguiente, exigiéndole dos aspirinas y un café cargado. Al colgar el abrigo en el armario, la tarjeta del hombre misterioso saltó a sus manos. Magnolias #23. Eso era todo. ¿Una dirección? ¿Un antro? Buscó en internet, ese monstruo que todo lo sabe.

Tomó un baño, se arregló, pidió un taxi. Eran las seis de la tarde. 

Un gran portón de madera labrada le dio la bienvenida en aquél barrio elegante. Tocó el timbre. Un hombre mayor vestido de mayordomo le abrió la puerta e indicó el camino hacia una sala de recepciones. Vaya mansión, pensó. El hombre misterioso debe ser un millonario loco...

             - Estimado amigo, me alegra verle de nuevo -afirmó el hombre, ofreciendo asiento y copa de vino al invitado-. Alfredo, eso es todo -se dirigió al mayordomo-. Hasta mañana.

             - Es una gran casa -dijo Matías, un tanto desconcertado-. ¿Herencia?

             - Podría decirse, sí. Pero póngase cómodo. En este salón pasará usted la prueba más importante de su vida. Ahora le dejo. Ahí tiene usted ese espléndido buffet de carnes, vino y quesos. Fuego en la chimenea, libros geniales en el estante. Eso sí, nada de tecnología. No la necesitará.

             - ¿De qué habla? ¡Oiga! ¡Déjeme salir! ¡Está demente!

El hombre cerró con llave la puerta del salón. Matías intentó usar su teléfono, pero la batería se había descargado por completo. Su smartwatch no funcionaba. Ignoraba lo que sucedía. 

Una voz grave le sobresaltó. ¿De dónde había salido ese hombre? Era de edad madura, bien vestido, de apariencia ecuánime. 

             - No desgaste su energía en preguntas inútiles -dijo tranquilamente-. ¿Más vino?

Matías le miraba con reserva. Estaba atrapado, eso sin duda. Decidió seguir el juego, no oponerse y, una vez relajado el ambiente, intentar huir.

             - Cosecha 1945...vaya, nunca había bebido un vino tan caro.

             - Fue un buen año, recuerdo...pero el presente siempre es mejor. ¡Salud!

El hombre bebió la copa entera, y se dirigió a la chimenea. Atizó el fuego.

             - Ella le mintió -afirmó-. No se fue con ese compañero suyo. Tuvo un amorío con él, sí, pero no fue la verdadera razón.

           - Ya lo veo...es usted uno de esos charlatanes que fingen ser videntes. Con esas estafas se habrá usted hecho rico -dijo Matías con cierta sorna.

             - Ella piensa que usted, querido amigo, es una persona mediocre, falto de chispa, de expectativas. No se lo dijo por vergüenza. ¿Cómo iba a unir su vida a un ser tan gris, cuyos negocios nunca prosperan, cuyas cuentas siempre son deudas, cuyos gustos son tan ordinarios? No lo digo yo, Matías. Ella lo pensó así.

Matías le escuchaba con atención pero sin mirarlo. Se acercó a la chimenea. el fuego crepitaba los leños. Echó la copa de vino a medias. Se quedó en silencio, aceptando con coraje cada palabra que aquél extraño le pronunciaba en nombre de Amanda, la mujer a la que había amado durante tres años. Y tenía razón. Aquél tipo, loco o no, tenía razón. No era más que un mediocre oficinista que nada le había ofrecido a Amanda, nada extraordinario, ningún viaje exótico, ni un abrigo costoso, nada de lo que cualquier mujer podía sentirse halagada y feliz. Una lágrima le corrió por la mejilla. El hombre seguía hablando como un mantra, diciendo verdad tras verdad, recordándole su pobre infancia falta de padre, sus inicios como mensajero, sus vicisitudes para terminar una carrera administrativa...

            - ¡Basta! -gritó con fuerza-. Me largo de aquí. 

           - ¿Sin una solución para su vida? -cuestionó el hombre-. Le ofrezco un último brindis, y luego se irá.

            - ¿Qué quiere de mí? -preguntó Matías, ya bordeando en la desesperación.

            - Tu alma.

Matías estuvo a punto de explotar y gritar hasta el cansancio para que le dejaran salir de allí, pero algo lo detuvo. La sola idea de que, por una sola posibilidad, toda aquella locura fuera cierta. Un hecho extraordinario en su vida, algo que le sacara del anonimato. 

            - ¿Qué ofrece? -preguntó mirando a los ojos al hombre.

            - Lo que pida usted. -respondió el hombre, extendiendo una hoja de papel y pluma.

Matías escribió algunas líneas. El hombre guardó el papel en la chaqueta y sonrió.

            - Hecho -dijo por conclusión, y desapareció.

Matías despertó en su cama y con la ropa puesta. Llevaba el abrigo de la otra noche. Metió la mano en el bolsillo, pero la tarjeta no estaba. Miró su teléfono. Era sábado, una de la tarde. La cabeza le dolía.

Salió con prisa hacia el bar. Preguntó al cantinero sobre el hombre misterioso.

            - ¿Lo recuerda? Estuvo ayer aquí sentado junto a mí. Bebimos algunas cervezas, el pagó la cuenta. Tiene una cicatriz en la mejilla.

            - Hace mucho que no le veo -afirmó el cantinero-. Pero creo, amigo, que ese es el último de sus problemas. La grúa va a llevarse su auto.

Matías volteó extrañado hacia el ventanal del bar. Una grúa estaba enganchando un auto de lujo. El cantinero le apresuró con la mirada.

Matías salió corriendo a la calle, aún sin creérselo. El señor de la grúa le pidió que pagara la multa por estacionarse en un lugar prohibido.

            - Con su teléfono puede hacerlo y en este momento suelto su coche - afirmó.

Matías abrió la aplicación de su banco, mientras se reía de él mismo en su mente, ya que no tenía más que un dólar, tal vez. La sonrisa se le borró del rostro. Un saldo estratosférico le hizo casi perder el aliento. Pagó la multa y el hombre le dio el auto. 

Con cierto temor, Matías metió la mano al otro bolsillo del abrigo. Frente a sus ojos brillaron las flamantes llaves de aquél maravilloso auto nuevo. Subió rápidamente. El motor rugió como un león en la jungla. Bajó el capote. Se sentía como un dios.

Fue directamente a casa de Amanda. Ella se asomó por la ventana al escuchar el timbre. Se quedó estupefacta al ver a Matías bajarse de aquél deportivo azul. Él le envió un mensaje, suplicándole que hablaran. Ella bajó a su encuentro.

           - Sé breve, por favor -le pidió sin dejar de mirar el auto.

           - Es mío, sí -dijo Matías, señalando el coche-. Aunque no lo creas. Eso y un futuro sin complicaciones económicas. Eso te ofrezco. Vuelve conmigo, Amanda. Yo te amo.

Amanda dudó un momento, y luego aceptó dar una vuelta en el auto para charlar.

Matías condujo hacia las afueras de la ciudad. Estaba confiado en que no volvería a ser el tipo gris que Amanda había abandonado. Y qué razón tenía. 

La emoción le hizo pisar el acelerador más de la cuenta. El auto volcó en una curva. 

La mañana siguiente, los servicios de emergencia intentaban sacar los dos cadáveres de entre los escombros. Algunos mirones se acercaron al siniestro. Un hombre con abrigo oscuro y cicatriz en el rostro observaba con atención. Sacó un papel de la chaqueta, lo rompió y echó a las cenizas del auto. Se dio media vuelta y caminó hacia la carretera, donde le esperaba una limusina negra. Detrás de él, Matías caminaba sin expresión en el rostro, vestido con un fino traje. Nada más subir, el auto se perdió en la distancia.


FIN

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